Desierto de Nujal. 28 de abril.
El portal que Enna había abierto para ella la había dejado a las afueras de Hirkram, la capital de Nujal.
Desde ahí había sido sencillo encontrar un caballo y recorrer la distancia hacia las montañas del norte; la cordillera separaba Nujal del resto del mundo y aunque había un camino marcado desde ellas hasta la capital, nadie lo usaba. Los que llegaban al país lo hacían por barco, para no tener que soportar la dureza del desierto.
Tal vez por eso había muchas cosas que la gente desconocía del Gran Desierto, como los enormes templos escondidos en las montañas rodeadas de arena dorada. Estaban tallados en la misma roca, verdaderas obras de arte tan antiguas que nadie recordaba cuándo se habían creado.
Laina llevaba la cabeza envuelta en un turbante que se había comprado en Hirkram; el sol encima de ella era duro e inclemente. Hacía tiempo que se había alejado del camino principal, dirigiendo el cabello hacia uno de aquellos templos.
El caballo avanzaba pesadamente por las dunas. Era un animal fuerte, criado para y por el desierto, pero estaba extenuado. Laina lo había mantenido cabalgando desde primera hora de la mañana, cuando había llegado a Hirkram. Los había llevado a propósito por un recorrido que conocía y por el que sabía que encontrarían algunos oasis en los que descansar. Había dejado que el caballo bebiera mientras ella se refrescaba. Laina había nacido, crecido y muerto en Nujal, pero en los últimos años se había acostumbrado a las tierras más frescas del norte y ahora sufría con el intenso calor.
Estuvo a punto de poner al caballo en un ritmo más lento cuando, a lo lejos, vislumbró una montaña que conocía bien. Su destino estaba muy cerca y, aunque a una parte de ella le molestase un poco tener que regresar y más con el rabo entre las piernas, otra parte se sentía feliz de volver al que había sido su hogar durante tantos años.
Su templo, el templo que durante siglos había pertenecido a su familia, estaba a apenas unos kilómetros de distancia. Clavó espuelas y el caballo se lanzó al galope, como si sintiera el ansia de Laina por llegar. Galopaban tan rápido que el turbante estuvo a punto de salir volando y tuvo que sujetarlo con fuerza y volver a colocarlo en su sitio.
Al llegar, Laina descendió del caballo casi tropezándose de impaciencia por entrar. Le dio unas palmadas al caballo, que estaba agotado. Lo llevaría dentro del templo y le daría de comer y beber.
Laina contempló durante unos instantes su hogar.
La entrada del templo era magnífica. Colosales estatuas guardaban el arco de la entrada, recibiendo a los visitantes con miradas frías, mientras que pequeñas figuras talladas en la piedra decoraban la entrada, hacía arriba y hacia arriba; llegaban tan alto que Laina no podía ver dónde terminaban las tallas. Había muchas escenas de batallas, de la corte de Hirkram y de la propia ciudad. Entre talla y talla estaba grabado el símbolo de la familia Shanaa: una espada sujetada por una mano.
Al otro lado del arco solo se veían sombras. Con las riendas del caballo en la mano, Laina entró en el templo. Apenas se veía nada, pero no era necesario; se conocía a la perfección cada rincón.
De repente, una luz se encendió y después otra y otra, iluminando el cavernoso espacio. Unos cuencos de bronce colgaban de las paredes gracias a grandes cadenas. Un hechizo hacía arder el líquido del interior cada vez que alguien se acercaba. La estancia estaba vacía excepto por una fuente en la pared contraria a la entrada. Un caño salía de la misma roca y un hilo de agua caía hasta una pila rectangular con un gran borde. Laina se había sentado muchas veces ahí, el sonido del agua cayendo le resultaba tranquilizador. Llevó al caballo hasta la fuente para que bebiera.
Se quitó el turbante de la cabeza y también el guardapolvo. Sacó a Zyra con cuidado, que se enrolló alrededor de su cuello como si fuera un collar.
Sintió un escalofrío cuando se quitó el guardapolvo. Durante el viaje se había quitado la camisa y se había quedado tan solo con un chaleco muy fino. Sin embargo, el interior de la cueva era seco y frío y, aunque agradeció el cambio, sentía como el sudor se le secaba en la piel y se enfriaba.
Laina se dirigió hacia el segundo y último elemento que había en la habitación. Era una pila redonda, delicadamente decorada con el símbolo de su familia y llena de la arena dorada del desierto. Laina se acercó, formó un cuenco con las manos y bebió. Aunque las momias podían sobrevivir bebiendo agua, solo la arena calmaba realmente su sed. Laina debía beber cada cierto tiempo para recuperar su fuerza y solía llevar una botella llena de arena del desierto.
Bebió hasta saciarse y después pasó a frotarse los brazos desnudos con la arena, el rostro y el cuello. Después hundió la cabeza en la arena, aguantando la respiración.
«¡Avisa la próxima vez! —exclamó Zyra en su mente». Laina sacó la cabeza de la pila, sacudiéndose la arena del cabello. Respiró un par de veces, mucho más a gusto después de haberse limpiado.
—Sabías que lo iba a hacer. Deberías prepararte mejor, siempre te pillo por sorpresa —reprendió a Zyra mientras se agachaba a recoger la ropa que había dejado a un lado de la pila mientras se limpiaba.
Zyra siseó en su oído como respuesta.
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Editado: 12.08.2024