Arcar. 17 de mayo.
Por dentro, Mirren temblaba.
Dos soldados lo flanqueaban, sus armaduras emitían ligeros chasquidos del metal contra el metal cada vez que se movían. Mirren se cocía bajo el sol; dentro de su pesada armadura negra y con la pesada capa púrpura cerrada entorno a su cuello con un broche en forma de estrella, hacía tanto calor que pensaba que estallaría en llamas en cualquier momento. En la frente y rodeada de rizos dorados llevaba la corona. Su madre había insistido en que la llevara.
—Aunque no quieran, los soldados que sirven a tu hermano ahora, tendrán que obedecerte —le había dicho mientras Mirren se terminaba de poner la armadura con ayuda de su escudero—. Si ven la corona, recordarán dónde están sus votos. Y más importante, quién les paga sus sueldos.
Así que Mirren la llevaba, aunque el peso en su cabeza le diera dolor de cuello y la simple idea de tenerla puesta le hiciera sentirse como un traidor y un mentiroso.
Llegaron a la puerta. Los soldados se habían puesto en alerta en el momento en el que lo habían visto, agrupándose en la parte superior de las escaleras; tenían las manos cerca de las espadas, pero parecían dudar. Mirren conocía a los cinco soldados y ellos lo conocían. ¿Se atreverían a hacerle daño o a impedirle el paso? Galogan podría haber ordenado que no lo dejaran pasar. Pero tal vez su madre tenía razón y llevar la corona haría que los soldados se replantearan su lealtad.
—¿Dónde está mi hermano? —preguntó Mirren, alzando la voz y esperando que no se notaran sus nervios.
Los soldados se miraron entre sí, pero no se movieron. Mirren apretó los dientes con fuerza.
—Exijo que me llevéis ante mi hermano. ¡Os lo ordena vuestro rey! —exclamó cuando, de nuevo, los soldados no se movieron.
Mirren esperó apenas unos segundos, pero le parecieron horas. Al final, uno de los hombres se separó de la puerta y el resto lo siguieron. Abrieron la puerta para él, que chirrió un poco en medio del silencio tenso. Tres de los hombres avanzaron delante de él como guía. A pesar de tener a sus propios guardias tras él, Mirren no se sentía seguro. Descansó la mano sobre la empuñadura de la espada, listo para sacarla en el momento en el que hiciera falta. No era tan necio como para pensar que su hermano no iba a atacarle, y menos en cuanto Galogan viera la corona de su padre en la cabeza de Mirren.
Galogan lo esperaba en la biblioteca, el último lugar en el que Mirren habría pensado ver a su hermano. Galogan nunca había sido aficionado a leer... o a estar encerrado entre cuatro paredes, en realidad.
Estaba sentado en una de las sillas que rodeaban la mesa principal, con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos. Llevaba unos pantalones de montar algo sucio, junto a las botas polvorientas; solo la camisa parecía estar limpia, como si la acabara de cambiar. El cabello negro estaba mojado y repeinado hacia atrás, dejando al descubierto su rostro ancho. No por primera vez, se dio cuenta de lo poco que se parecían entre ellos. Mirren apenas tenía nada de su padre. ¿Sería eso una desventaja en el momento en el que Galogan y él se enfrentaran por el trono? Hasta él había pensado que no era hijo del rey; pero Galogan era la viva imagen de su padre, nadie pondría en duda su derecho al trono.
Mirren apartó esos pensamientos cuando estuvo a apenas un metro de su hermano. Galogan se levantó de la silla y lo miró con un gesto de desagrado. Mirren casi esperó que le escupiera a la cara, pero su hermano tan solo apretó las manos en puños a los lados de su cuerpo, como si se estuviera contendiendo para no golpearle. ¿Ahora tenía reparos en pegarle?
—Eres un traidor —masculló Galogan, su rostro volviéndose rojo de pura furia—. ¿Cómo te atreves a coronarte por encima de mí? Y encima rastrero. Seguro que no tardaste ni dos segundos en quitarle la corona de la cabeza a padre en el momento en el que murió.
—No eres precisamente la persona más indicada para darme lecciones de moral, hermano. Si tú hubieras estado allí, habrías sido el primero en lanzarte a por la corona, tal vez incluso antes de que padre muriera. —Sin embargo, eso no era lo que a Mirren le preocupaba—. De todas formas, ¿cómo te has enterado tan rápido de la muerte de padre? Por lo que sé, solo llevas un par de horas aquí y te has atrincherado en el Palacio de Cira desde que has llegado.
Galogan se encogió de hombros. Se alejó unos pasos de él, recorriendo el borde de la mesa con un dedo. Al final, terminaron cada uno en un extremo de la mesa. Parecía lo más adecuado.
—Tengo mis informadores —respondió por fin Galogan—. Además, ¿de verdad te creías que no sabía que madre estaba envenenando a padre? No sois tan listos como os creéis, madre y tú.
—Y si lo sabías, ¿por qué no dijiste nada? A padre no le habría temblado el pulso para matarnos a madre y a mí y no habríamos podido hacer nada para impedirlo.
—Que idiota eres, Mirren. —Galogan soltó una carcajada y esta vez fue su turno para ponerse rojo, una mezcla de ira y vergüenza por el comentario de su hermano—. Primero, padre nunca habría matado a madre. Eso tan solo hubiera supuesto una guerra abierta contra el Reino de Vyarith y esos malditos ocultos —escupió las palabras como si fueran ácido en su lengua—, son demasiado fuertes. A ti, en cambio, te habría cortado la cabeza, seguro.
—Sigo sin entender por qué no nos delataste. Ahora no tendrías competencia por el trono. Has fallado, hermano. —Mirren sonrió. No estaba contento, pero necesitaba mostrarse fuerte y seguro ante Galogan, dos cosas de las que carecía en ese momento.
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Editado: 12.08.2024