Nerith. 17 de mayo.
La tormenta había empezado por la tarde y no había parado desde entonces. La lluvia golpeteaba los cristales con fuerza.
Laina no podía dormir. Lo había intentado, pero solo había conseguido dar vueltas en la cama. Al final, se había cansado. Se había vestido y había salido de su habitación. De alguna forma, había acabado allí, en el umbral de la puerta de doble hoja que daba al viejo patio de armas. Ahora nadie lo usaba más que para dar algún paseo o charlar; el clima tampoco acompañaba a querer hacer algo allí. Por eso a Laina le gustaba. Estaba silencioso a excepción del ruido de la lluvia que caía contra el suelo de piedra desde las gárgolas y desde el cielo.
Se arrebujó en su capa, buscando algo de calor. La humedad seguía sin gustarle, decidió mientras se calaba el cuello de la capa hasta la barbilla.
Entonces, delante de ella se abrió un portal y una figura cayó al suelo. El portal se cerró con un chasquido y Laina vio a Myca intentando levantarse. El agua bajo ella estaba teñida de sangre y la bruja se sujetaba el estómago.
Laina dudó. Se suponía que estaba allí para ayudar a vencer a esa mujer... y sin embargo la idea de dejarla allí desangrándose hasta que alguien la encontrara le parecía horrible hasta para sus estándares. Así que con un suspiro, Laina caminó hacia ella. Al instante estuvo empapada de pies a cabeza. «Espero que valores que me esté mojando por ti, maldita bruja —pensó Laina haciendo una mueca». Levantó a Myca con cuidado, colocando un brazo alrededor de su cintura; Myca rodeó su cuello con un brazo mientras que con la otra mano se oprimía la herida en el vientre.
Durante unos segundos, Myca la miró como si fuera la primera vez que la veía de verdad. Como si hasta ese momento, todas las veces que se habían encontrado no le hubiera dedicado más de un segundo de atención antes de pasar a algo más interesante. Sin embargo, ahora la miraba fijamente. Laina sintió un escalofrío al tener esos ojos tan azules puestos en ella.
La llevó hacia el interior del castillo, casi arrastrándola. Myca era mucho más alta que ella y su peso se clavaba en sus hombros y le agarrotaba el brazo. Laina consiguió hacerla subir las escaleras, aunque la mujer jadeaba sin parar y con cada paso parecía estar dejando caer más y más su peso en Laina.
—¡Myca! —escuchó gritar en cuanto llegaron al primer piso. Laina reconoció la voz. Al final del pasillo estaba Ceoren. Iba descalza y llevaba tan solo el camisón y un fino chal cubriéndola del frío. Corrió hacia ellas y colocó sus manos en las mejillas de Myca, alzando su rostro hasta que sus ojos estuvieron a la misma altura.
—Ceoren... —susurró Myca.
Algo dentro de Laina se retorció como un animal herido, pero ella lo acalló con un golpe sin analizarlo. Ceoren se giró hacia ella y vio en sus ojos el medo y la preocupación por Myca. Le dio otro golpe a su animal herido.
—Laina, por favor, ayúdame a llevarla a su habitación —le pidió Ceoren, como si eso no fuera lo que ya había estado haciendo—. Hay que curarle esas heridas rápido.
«Tendría que haber dejado que se desangrara en el patio de armas —pensó con acritud». Entre las dos fue sencillo llevar a Myca hasta su habitación. Ceoren encendió la chimenea con un chasquido de dedos, al igual que las velas; la débil iluminación fue suficiente para que, cuando tumbaron a Myca en su cama, Laina pudiera ver bien la herida.
Eran tres tajos que le recorrían el estómago desde las costillas del lado izquierdo hasta la cadera derecha. También vio que tenía el vestido quemado en varias zonas y tenía la piel manchada de hollín, a pesar de que la lluvia había lavado gran parte de su cuerpo. Ceoren se sentó en el borde de la cama después de sacar de debajo de la cama una gran caja. Al abrirla, Laina vio que estaba llena de tarros de hierbas perfectamente etiquetados con una letras delicada que no reconocía.
Laina no sabía qué hacer. ¿Debía marcharse o era mejor quedarse? Hacía unos minutos se había lamentado de haber ayudado a Myca, pero al verla ahí tumbada, tan pálida, empapada y llena de sangre, no estaba segura de si debía marcharse. Además, Ceoren podría necesitar su ayuda. A la bruja le temblaban las manos mientras pasaba una gasa limpia empapada en una solución con un fuerte olor a alcohol y hierbas por las heridas del estómago. Le había cortado el vestido con unas tijeras. Laina pensó que parecían heridas de garras.
De repente, Myca susurró algo, pero Laina no pudo escucharlo.
Entonces, Ceoren metió la mano en el bolsillo del vestido de Myca y sacó un pequeño cofre. Había una mancha de sangre en forma de mano en la tapa. Las manos de Ceoren temblaron al cogerla y casi se le cayó al dejarla encima de la mesita de noche, pero no le quitó los ojos de encima en ningún momento hasta que regresó a curarla.
Laina se acercó a la mesita y cogió la caja. De reojo, vio que Ceoren apartaba la mirada en el momento en el que Laina abría el cofre.
Dentro había un corazón. No sabía que hechizo le había hecho, pero el corazón parecía estar hecho de cristal, rojizo, como un rubí perfectamente tallado. Aun así, Laina sabía que era real: tenía delante el corazón de una de las Guardianas. Laina se apartó, desconcertada.
Se quedó en una esquina de la habitación hasta que Ceoren terminó de curarla. Cuando se levantó de la cama, Myca estaba en un sueño profundo. Le había vendado el estómago y le había dado una poción para que durmiera. Cuando se giró hacia ella, vio las lágrimas que humedecían sus mejillas.
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Editado: 12.08.2024