Fallens

Capítulo 56–Preludio de un gran Desafío

Capítulo 56–Preludio de un gran Desafío

El carruaje detuvo su levitación frente a un arco flanqueado por dos estatuas colosales que parecían llorar sangre petrificada. La puerta principal del castillo se abrió sin que nadie la empujara, como si supiera que habíamos llegado. Desde el umbral, una música apenas audible emergía, compuesta de violines desafinados y campanas lejanas. Una melodía que más que invitar, advertía.

Sajh nos entregó una caja pequeña, tallada con runas en espiral.

—Aquí están sus disfraces. No los abran hasta que crucen el umbral. El castillo tiene su propia conciencia… y no le gusta la impaciencia.

—¿Y la máscara del penitente? —preguntó Zila, con la voz tensa.

Sajh no respondió. En vez de eso, su figura comenzó a desvanecerse, pincelada tras pincelada, como si alguien lo estuviera borrando de un lienzo invisible. Solo sus ojos quedaron unos segundos más, flotando en el aire, observándonos, antes de disolverse con un parpadeo.

Nos miramos una vez más, sintiendo el peso del destino encima. Las puertas nos esperaban. Atravesarlas significaba entrar en un teatro de apariencias, mentiras y condenas disfrazadas de cortesía.

—Prepárense —dijo Sonerís, empuñando su amuleto de obsidiana—. Ya no somos nosotros los que deciden. Numbra lo hará por nosotros.

Entramos.

El salón de recepción era una catedral oscura de mármol y espejos. Candelabros de huesos pulidos colgaban del techo, y cientos de figuras danzaban en silencio, envueltas en máscaras barrocas y atuendos que desafiaban la lógica: vestidos hechos de plumas negras que se movían como serpientes, trajes bordados con ojos que parpadeaban, y coronas hechas de susurros congelados.

Sin abrir las cajas, las colocamos sobre una mesa ornamentada cerca del vestíbulo, donde una figura encapuchada nos señaló sin hablar. Al hacerlo, el contenido de las cajas comenzó a deshacerse en humo, y en un instante, nos vimos vestidos con los trajes asignados.

Yo llevaba un traje victoriano, negro como la tinta de la noche, con un reloj de bolsillo sin manecillas. En mi rostro apareció una máscara pálida con lágrimas doradas, que se ajustó sola con un susurro helado. Los demás recibieron atuendos similares, adaptados a sus almas más que a sus cuerpos.

Lirian miró su reflejo en uno de los espejos del salón y retrocedió. Su máscara era mitad de marfil, mitad de carne, como si algo vivo hubiese sido injertado en ella.

—Esto es más que un disfraz —murmuró.

La fiesta se desplegaba ante nosotros con una cadencia onírica. Las parejas danzaban al compás de una música que no podíamos oír, pero que nuestros cuerpos sentían. Algunos invitados parecían flotar sobre el suelo. Otros no tenían sombras. Uno, en particular, caminaba sin tocar el suelo, con una máscara de cuervo roto. Cuando pasó junto a nosotros, murmuró:

—El penitente ha llorado, pero no ha caído.

—¿Qué dijo? —preguntó Alan, pero la figura ya se perdía entre la multitud.

Sabíamos que debíamos encontrar esa máscara, pero el castillo era un laberinto de pasillos mutantes. Las paredes respiraban. Las escaleras cambiaban de dirección según el pulso de los gongs, que resonaban a lo lejos. Uno ya había sonado.

Uno.

Un sirviente sin rostro nos ofreció copas de cristal negro. Sonerís las rechazó con un gesto, pero Zila tomó una y fingió beber. El sirviente susurró algo en un idioma que ningún libro había registrado, y desapareció en una cortina de humo púrpura.

Mientras avanzábamos por los corredores, algo en el aire cambió. Una vibración subterránea, un susurro coral. Las paredes se abrieron como costillas y nos dejaron ver una sala secreta. Dentro, colgada sobre un pedestal de hueso, estaba la máscara del penitente: simple, sin adornos, blanca como el silencio.

Pero frente a ella, encadenado a la pared, había un hombre. O lo que quedaba de uno. Su piel parecía hecha de tinta viva, y sus ojos eran pozos sin fondo.

—No se acerquen —dijo, con una voz que era muchas a la vez—. Esta máscara cobra un precio… y yo ya lo pagué.

—¿Qué clase de precio? —preguntó Lirian.

—Ver la verdad… te exige mostrar la tuya.

Y con esa frase, el segundo gong retumbó por todo el castillo, haciendo vibrar el alma de cada invitado.

Dos.

Nos quedaba uno más… y una decisión.

Tomar la máscara… o dejarla y entrar ciegos a un banquete de sombras.

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