Fallsville: cuando sale la luna.

Capítulo VIII: El ascenso de Annie

El padre de Lauren aparcó su vehículo en el camino de gravilla. Las luces de la casa estaban apagadas, de hecho en toda la calle lo único que estaba iluminado era el alumbrado público. No es de extrañar, a esta hora todo el mundo duerme, y más en esta zona. Vivía en un pequeño caserío en aquella frontera invisible de FallsVille y Farmtown. Esta noche había llegado más tarde de lo normal, había tenido que quedarse supervisando el inventario de aquel supermercado de carretera que él administraba. Estaban demasiado lejos de FallsVille como para haberse infectado con cultos y mitos.

Del retrovisor colgaba la foto de la ya fallecida Lynn. Se le veía sonriendo de forma natural, sosteniendo una copa de vino en un brazo y a su segunda hija en el otro.

—Es perfecta —había dicho ella cuando vieron la casa por primera vez, se movía como un ángel a través de las habitaciones vacías que aún olían a pintura fresca. La agente inmobiliaria los seguía aún más entusiasmada que Lynn, no había muchos compradores interesadas en la zona—. Sólo piénsalo, Joel, aquí podríamos poner... no sé, poner el piano.

—Pero no tenemos un piano —sonrió tomándola de la mano.

—Por ahora. ¡Dios, mira el patio!

—Es un lugar muy tranquilo —añadió la agente—, pueden construir un huerto en el patio, hay un río cerca de aquí. Estamos lejos de los aserraderos y autopistas, lo único que escucharán será el canto de las aves.

—Es un lugar perfecto para envejecer, ¿no crees, amor? —preguntó Lynn cuando subían de nuevo al auto para volver al estrecho apartamento en el centro de Farmtown.

—Sin duda lo es, pero me preocupa el precio.

—No vamos a encontrar nada tan barato, ¡y tan bonito!

—Tenemos que pensarlo mejor.

—Me moriría por vivir aquí —suspiró ella mirando por la ventana—; el moral del patio es precioso.

Y cinco años después estaría muerta y sus cenizas enterradas bajo el moral que crece en el patio. Joel cerró la puerta con llave, dejó la gabardina en el perchero y fue hasta la cocina para calmar los rugidos de su hambriento estómago. “Te dejamos la cena en el horno”, decía una nota con la letra de su hija mayor adherida a la nevera. Los macarrones no estaban del todo cocidos, pero de todas formas se los comió en un santiamén. Lauren se había estado esforzando mucho estos últimos dos años en intentar llenar el vacío que su madre había dejado. Joel no podía con todo el trabajo, y aquellas facturas que se acumulaban sobre la mesa de café ya eran demasiado fastidiosas por sí solas como para estar dejando nimiedades sin resolver.

Anastasia, la menor, seguía despierta. Sus ojos se enfocaban en aquella luna amarilla que el cielo negro empezaba a consumir. Escuchó los pesados pasos de su padre viniendo de la escalera y se escurrió en la cama para fingir un sueño que no tenía. Su padre entró, la vio dormida y siguió su camino hasta la habitación de Lauren. Ella no lo había oído entrar.

—Cariño, ¿por qué estás despierta tan tarde? —preguntó desde el umbral.

—Emmm —balbuceó mientras escondía algo brillante entre las sábanas—, no puedo dormir...

—¿Tienes tu teléfono? Lauren, ya sabes las reglas. Nada de...

—Nada de teléfonos en la noche, lo sé, perdón.

—¿Hay novedades con lo de tu amiga desaparecida?

—Aún no, nadie dice nada.

—Apaga ese aparato y ve a dormir, mañana veremos qué pasa.

—Pero papá...

—Sin peros, por favor. Se te van a caer las pestañas si sigues con eso. Hasta mañana.

—Buenas noches.

Los zapatos de Joel salieron despedidos en cuanto entró a la habitación, se tumbó en la cama muerto del cansancio. Le dolía hasta el último pelo de la cabeza. En el televisor hablaban de algo sucediendo en Suramérica, alguna clase de epidemia en una ciudad colombiana. Algún bicho tropical que aparentemente estaba bajo control. Paseó por otros canales, los que no mostraban telenovelas mexicanas enseñaban viejas series de los ochenta, programas de chismes, publicidad, más noticias sobre la epidemia y, finalmente, llegó a un noticiero regional. La corresponsal señalaba una columna de humo a su espalda, había patrullas y máquinas retirando tierra y árboles.

ÚLTIMA HORA: DERRUMBE EN LA RUTA HACIA FALLSVILLE

Se extrañó, no había transcurrido mucho tiempo desde que cruzó por esa misma carretera para volver a casa, aunque desde la pantalla no se alcanza a ver algo distintivo para saber si el derrumbe estaba antes o después de la gasolinera. Esperaba que sus dos empleados, cuyas direcciones le pertenecían a Farmtown, hubiesen podido llegar a casa en una pieza.

Un derrumbe, murmuró mientras se acercaba más a la pantalla, ya se distinguían los pixeles cambiando de color mediante la reportera se movía y cambiaba el peso de una pierna a la otra. ¿Cómo que un derrumbe? Ni siquiera se veía tierra suelta, pantano, riachuelos marrones. Sólo árboles y más árboles, ramas puntiagudas, troncos astillados. Parecía como cuando las tormentas los arrancaban de raíz, pero estos no estaban arrancados de raíz. Algo más los había derribado, no había que ser un genio para saberlo. Si la reportera decía otra cosa es porque la experiencia le decía que, a diferencia de otros peces gordos del periodismo, a sus jefes no les agradaban las especulaciones, seguramente era algún canal ligado a los recursos y favores que les brindaba el ayuntamiento de Farmtown, debían atenerse y maquillar las diferentes formas en las que la versión oficial solía presentarse durante los primeros momentos de algún suceso más o menos grave, como éste.




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