En un momento de descuido se olvidaron de la venda.
La casa del duque se reveló como un gran laberinto compuesto de pasillos que desfilaban uno tras otro y cada umbral enmarcaba una ambientación diferente: salones de formas heterogéneas, una gran escalera de mármol ornamentada, un patio embaldosado cubierto de follaje. Jazmín fue conducida por corredores, cámaras y pasadizos. Recordó con cuidado la ruta. Los guardias que la acompañaban fueron los únicos que vio. Había supuesto que había seguridad en los cuartos o lugares aledaños de los esclavos. Cuando se detuvieron en una de las habitaciones grandes, se dio cuenta que ya habían pasado los perímetros y no tenía idea de donde estaban.
Observó con el corazón saltándose un latido, que el pasaje al final de la casa llevaba a un pequeño patio oculto que contenía elementos desordenados y en mal estado, una carretilla y una mesa de piedra en el centro. En una esquina, un pilar roto se apoyaba contra la pared, formando una especie de arco. Un techo enrevesado, con oscurecidos arcos, salientes, nichos y esculturas. Tanto como parecía siniestro, era claro como la luz del día, un camino hacia la libertad.
«La cruz» como el duque había dicho. Se encontraba en el otro extremo de la habitación. La viga central era un simple tronco recto de un gran árbol. La cruz como el duque la había llamado, era un puesto de flagelación. Si había algo que todas las personas conocían bien en Georgia era el temor a estar debajo del látigo. Era un duro castigo.
Había gente que moría bajo el látigo, sin embargo, a menores de diecisiete no era algo que estuviera permitido que ocurriera. Si un joven no respondía como los nobles querían era expulsado. Para ellos una persona así no debió haber sido aceptada en primer lugar. La expulsión tenía consecuencias para el futuro de un joven, ya que estaría condenado a no ser aceptado en ningún otro lugar.
Probablemente Jazmín no iba a morir; o así lo pensaba. Sin embargo, sabía que iba a haber un montón de dolor. La mayor parte de la ira que sentía, era sobre sí misma. Si ella no se hubiera dejado llevar por la ira, si se hubiera resistido a las provocaciones violentas era precisamente porque sabía que acabaría sufriendo las consecuencias. Y ahora, aquí estaba, por ninguna razón que, por el duque, quien llegaría pronto a observar el peor momento de Jazmín.
Los guardias la arrastraron de los brazos hacia el poste de flagelación, pero cuando estaba siendo puesta en la cruz, observó que el duque entró al patio y alzó una de sus manos en una señal de alto.
—Alto —El duque se acercó con una fría mirada en su cara. —No sé qué le habrás dicho a mi tío, pero esto no se quedará así —dijo agarrando el rostro de Jazmín con su dedo índice y pulgar.
No sabía que estaba pasando, pero la mirada que tenía el duque no era nada bueno, incluso si ya no estaba siendo puesta en la cruz.
—Llévenla al centro.
Los guardias tiraron de los brazos de nuevo a Jazmín, la llevaron al centro del patio donde estaba la mesa de piedra. Tirando de las restricciones la forzaron a ponerla de rodillas encima de ella, mientras su ropa era desprendida en la parte trasera. Tuvo que forzarse a no pelear contra ello, no fue fácil.
La cadena en su cuello fue apretada hacia atrás, haciendo que la espalda de Jazmín se irguiera lo máximo posible. Los grilletes en sus muñecas y tobillos también fueron encadenados y apretados hacía atrás. Ningún movimiento por más mínimo que fuera era posible. La mirada que le dio el duque fue una de satisfacción, con un labio rizado que insinuaba una sonrisa.
Sintió un adormecimiento en sus muñecas y notó que había empezado inconscientemente a tirar de ellas.
Un hombre a su lado que no había notado hasta ese momento, le alzó la cara.
—Abre la boca.
Jazmín aceptó de mala gana el objeto extraño entre sus labios, antes de darse cuenta de lo que era. Un pequeño pero resistente trozo de bambú cubierto de cuero. No era como las mordazas que le habían puesto antes. El hombre lo ató detrás de la cabeza de Jazmín. Mientras el hombre se giraba y sacaba un látigo que brillaba en la punta.
—¿Cuántos? —preguntó el azotador.
—Aún no lo he decidido —dijo el duque —. Estoy seguro de que lo sabré tarde o temprano. Puedes comenzar.
Jazmín intentó prepararse para lo que venía.
—¡Mi señor! —el consejero se acercó rápidamente con un jadeo nervioso y un temblor en su voz —. Su majestad, el rey. Dio la orden de no hacerle nada a la esclava hasta nueva orden.
—¡Mi tío no tiene nada que ver en esto! ¡Comienza! —el duque le dijo al azotador.
El sonido llegó primero: el suave silbido del aire; luego, el golpe, el látigo contra la carne una fracción de segundo antes de que el dolor la desgarrara. Jazmín apretó las restricciones cuando el látigo golpeó sus hombros, borrando en ese instante cualquier otro pensamiento. El estadillo brillante del dolor apenas le dio un segundo de alivio antes de que el siguiente golpe llegara. El ritmo era despiadado. Una y otra vez, variando de lugar cada vez, pero esa pequeña diferencia llegó a ser crítica. Su mente se aferraba a la esperanza de un poco menos de dolor, mientras sus músculos se tensaban y su respiración se volvía regular.
Jazmín se encontró reaccionando, no solo al dolor sino al anticipo del mismo, al intento de armarse de valor segundos antes del siguiente golpe. Todo llegó a un punto preciso donde ya no hubo más voluntad posible.
Presionó su frente hacía adelante, a pesar de que su cuello protestaba por aire y solo...lo recibió. Su cuerpo se estremeció contra la piedra. El dolor se estaba extendiendo desde su espalda a todo su cuerpo, consumiendo su mente lentamente, hasta que se quedó sin impedimentos. Se olvidó de donde estaba o quien la estaba mirando. Era incapaz de pensar o sentir cualquier cosa que no fuera su propio dolor. Finalmente, los golpes cesaron.