Cada vez que intento recordar cuándo fue la primera vez que nos conocimos, las siguientes imágenes embargan mi mente:
— ¡Estate quieta!— gritaba mi madre mientras intentaba peinar mi rebelde cabello rizado, que caían como bucles dorados hacía mis hombros.
Yo pegaba un respingón cuando sentía un tirón de cabello accidental, donde los rulos se quedaban atorados en los dientes del peine.
Luego de luchar con mi cabello durante media hora, tenía un hermoso peinado, adornado con un elegante moño azul marino, que sujetaba parcialmente una buena cantidad de mechones, haciendo juego con los detalles bordados de mi uniforme escolar, recién estrenado.
El primer día de clases es el más difícil de todos.
Yo era una pequeñita, que se sentía aun mucho más pequeña cuando llegó a su instituto donde pasaría los próximos doce años de su niñez. Un edificio de tres pisos, que lo primero que mostraba era una conservadora fachada de ladrillos rojos, y una entrada adornada por dos tristes masetas de flores amarillas.
Me despedí de mi madre, dándole un fuerte abrazo, del cual me costó deshacerme, tenía miedo, mucho miedo, sentía que mi madre me estaba abandonando a la cruel suerte, a un mundo desalmado donde rigen las leyes de la selva, sólo sobrevive el más fuerte, y a simple vista yo era una niñita indefensa, una presa herida, fácil para los brabucones, que tanto gustan de molestar a los débiles.
Caminé por el pasillo abarrotado de alumnos que vestían con uniformes similares al mío, mis ojitos verdes se perdían, ya que no sabían hacía donde ver, todo era nuevo para mí, todo me sorprendía, desde los bebederos de agua, hasta los azules gabinetes, incluso las líneas que cruzaban las paredes, no tenían otra función más que la de adornar, pero a mí me sorprendían de igual manera.
Busqué el aula que tenía asignado, apretando mi cuaderno sobre el pecho, como si fuera mi único amigo en el mundo y me pudiera proteger de lo desconocido.
Entré al aula luego de tocar la puerta, una mujer me abrió y me invitó a ingresar. Miré el aula atestado de niños de mi edad, se los veía revoltosos y alegres, sólo movía mis ojos en silencio e inmóvil por todo lugar, tenía bastante miedo como para hablar:
— Ah, debes ser ¿Diana Bonho?—me preguntó la profesora regalándome una enorme sonrisa simpática, la cual me hizo sentirme más tranquila.Era una mujer alta, de cabello azabache y ojos oscuros, su rostro ovalado y su sonrisa fina me inspiraban serenidad y me hacían olvidarme del miedo que hacía un momento me estaba consumiendo.
Yo respondí a su pregunta con un asentimiento de cabeza, todavía sin decir nada. Los alumnos, mis futuros compañeros, me miraron extrañados, seguramente le causaba risa mi absurda timidez.
— Entonces siéntate allí— me dijo señalándome un asiento vacío, las mesas eran cuadradas y en ellas entraban cuatro alumnos. A la que a mí me tocó habían dos niños, y una niña un poco gordita, de piel trigueña y mejillas abultadas.
La niña me miró con sus ojos cafés, y embozando una sonrisa amistosa me dijo:
— ¡Hola!, mi nombre es Helen, Helen Holly, hoy también es mi primer día de clases, pero no te preocupes, te sentirás a gusto rápidamente, yo ya hice amigos— la niña hablaba de forma atolondrada, y decía todas las palabras juntas, como si no hubiera espacio entre ellas, y sólo dijera una enorme palabra de una sola vez, por momentos pensé que se quedaría sin aire — Ellos son Marcus Coop— dijo señalando a un niño pecoso, su cabello castaño claro estaba recortado desprolijamente, seguramente él mismo se lo había retocado, tenía nariz recta, y ojos malvados, que enmarcaban una mirada seria como de aquellas que siempre están planeando alguna travesura que cometer. Me hizo un gesto con el mentón, y yo sonreí tontamente, me daba un poco de miedo aquel chico— Y él es Nicholas Beckett— El otro chico era completamente diferente al anterior, tenía ojos dulces, color café, tenía el cabello castaño oscuro, casi negro, labios delgados y una perfecta nariz respingada, no me daba miedo, sino que me inspiraba confianza, y algo se removió en mi interior al instante que intercambiamos una mirada. Mi estomago se anudó violentamente, y mi visión se nubló por un segundo, mi corazón se aceleró de forma irracional, mis manos sudaron y mis rodillas temblaron. En ese entonces era muy pequeña para saber lo que me había sucedido, pero ahora sé muy bien de que se trataba, me había flechado Cupido, con su maldita flecha del amor, volviéndome así el ser más infeliz que pudiera existir.
Ya sé lo que dirán, que una niña tan pequeña, que recién llega al mundo, no puede experimentar el amor, la verdad es que yo tampoco lo entiendo, pero lo que sentí fue real, y quince años después, cuando lo veo, sigo sintiendo lo mismo.
Ese día les puedo asegurar, el amor se instaló en mi corazón, y los últimos quince años he amado al mismo hombre. Sé que suena tonto, pero así es.