El encuentro con Marcus el día anterior me había dejado pensando. Él lo había confesado, me seguía amando. Después de quince años, era la misma historia, yo deseando algún día tener algo con Nicholas, y Marcus deseándome de la misma manera.
Me removí en la cama sin poder dormir, y sin poder evitarlo, en el fondo de mi mente apareció un viejo recuerdo, un recuerdo de nuestro último año en la primaria, esa época donde los niños comienzan a fijarse en las niñas, y las niñas solemos soñar despiertas, imaginándonos como sería un beso de ese chico especial:
Teníamos doce años, mi cuerpo estaba en un lento y vergonzoso proceso, para dejar el cuerpo infantil y ser abrumado por curvas pronunciadas, y yo, sintiéndome que no era yo misma, tendía a ocultar los cambios, usando remeras holgadas, de uno o dos talles más, y pantalones para nada ajustados. Creía que de esa manera podría detener mi crecimiento, y estaba muy equivocada. Sólo quería ser la misma niña de siempre.
Una tarde estábamos en el patio, disfrutando del recreo, sentados sobre el suelo debajo de un viejo árbol, que nos brindaba su fresca sombra en esos días de abrumador calor veraniego.
Helen estaba contándome algo, pero no podía escucharla, yo estaba muy ocupada mirando a Nicholas, quien parecía estar enfrascado en una libreta, escribiendo con un lápiz azul, se lo veía tan concentrado, asomando encima de sus cejas una arruga, y lanzando de vez en cuando una que otra sonrisita breve pero de aire comprometido. Incluso aquellas cosas simples, me eran fascinantes. Todo en él era una obra de arte, desde sus silencios de meditación, sus gestos vivaces, esa risa ahogada que tenía antes de lanzar una carcajada, la manía que tenía de sonreír ante cada situación, con una sonrisa brillante e hipnótica.
— ¡Diana! — un gritó interrumpió mi contemplación — ¿Estás escuchándome? — cuestionó Helen enfadada, entrecerrando los ojos de manera amenazante.
— Lo siento, estaba… — perdida mirando al amor de mi vida, pensé — Distraída — comenté en cambio.
— Sí, ya lo veo — dijo intercambiando una entendida mirada entre mí y el ausente Nicholas, quien no despejaba los ojos de su libreta, ajeno a la conversación que estábamos llevando.
— ¿Qué decías? — le pregunté, obligándome a prestarle atención.
— Realmente eres una mala amiga, yo te cuento que el sexi chico de intercambio no te quita los ojos de encima y tú me ignoras…
— En serio lo siento, estaba… ¡¿Qué?! — me interrumpí a mí misma cuando procesé sus palabras por completo— ¿Te refieres al pecoso alemán?
— No es alemán, es austriaco — me corrigió la trigueña.
— ¡Es lo mismo! — cuestioné indignada. La verdad es que daba igual si era alemán, hindú o chino, no me interesaba, sólo había alguien en mi lista y no lo cambiaría por un chico de intercambio, por lo más lindo e interesante que sea — No me interesa — agregué convencida de lo que decía.
Helen rodó los ojos fastidiada, y bastante cansada de lo mismo.
— A él no le interesas — susurró refiriéndose a Nicholas, el miedo caló en mi interior, ya que Nicholas pudo haber escuchado, giré mi rostro hacía él, quien seguía sumergido en lo que fuera que estaba haciendo, por suerte no había escuchado nada — Y nunca lo harás — sus palabras eran hirientes, aunque algo en mi interior me decía de que eran sinceras, no deseaba aceptarlas, no quería rendirme.
— Cállate… — le insté a media voz.
— Ni siquiera ahora se da cuenta de tu presencia — dijo señalando a Nicholas con la mirada. Fruncí el ceño, intentándole transmitirle lo muy enojada que me encontraba con ella. La verdad me entristecía.
— ¡Por fin! — exclamó Nicholas arrancando una hoja de su libreta, la que hacía segundos atrás estaba escribiendo tan concentrado.
Pegué un saltito en mi lugar, mientras mi corazón golpeaba asustado, ¿Había oído toda la conversación?
— Por fin, terminé la carta — dijo con una enorme sonrisa en su rostro.
— ¿Qué carta? — le preguntó Helen curiosa.
— Para la niña austriaca — respondió simplemente, mientras doblaba la hoja en cuatro y ponía su firma sobre un espacio en blanco.
— ¿La hermana del pecoso? — preguntó Helen sorprendida.
— Sí — respondió con una sonrisa.
— ¿Por qué? — pregunté incrédula. Sintiendo una familiar sensación cosquillear en mi nuca. Esa sensación que indicaba peligro.
— Porque es linda — respondió como si esa fuera razón suficiente para escribirle una carta.
Los celos explotaron en mí, podía sentir como mi ojo latía en un tic nervioso. Iba a decir algo, mis labios se movieron, pero apenas pudieron formar una palabra porque fui interrumpida al sentir un pequeño roce en el brazo derecho, parecido a un cosquilleo. Cuando giró la mirada veo una enorme serpiente posada en mi hombro, pegué un grito aterrador saltando al aire moviendo los brazos como una condenada, intentando desligarme a la condenada bestia.