Los pequeños demonios entraban y salían de la cueva, y siempre traían con ellos ánforas de diferentes colores y objetos extraños. Lucero siempre los recibía en la puerta de la habitación del Ángel Caído y les daba otra hoja de papel. Ni Flavio ni su hija se movieron de la sala, iban de vez en cuando a la cocina para buscar rápidamente algo de fruta y agua, y regresaban inmediatamente a la sala. Ninguno entendía bien que estaba sucediendo con Asmael y ni para que sirvieran todas esas ánforas y objetos. A medio Poena, los niños se acercaron a Flavio a pedirle algo importante.
—Nos hace falta dinero para los bálsamos de mi Señor –dijo Ephaim.
—¿Acaso tengo cara de caja fuerte de banco? –preguntó sorprendido.
—Usted no tiene dinero, pero necesitamos su sudor para poder conseguirlo, y comprar las cosas que necesitamos para el señor Asmael.
El hechicero paramédico los miró sorprendido, de nada servía su sudor si no se mezclaba con el hedor de los demonios del campo de entrenamiento.
—Por mucho que quiera ayudarlos, no tengo fuerzas para luchar con demonios.
Los niños se quedaron pensativos y hablaron en voz baja entre ellos.
—Tenemos una idea, pensamos que si se seca el sudor con una toalla, nosotros podemos secar nuestro sudor con ella a ver si resulta –propuso Wellington.
—Es el mismo problema, ¿de qué manera voy a sudar para que saquen aunque sea una toalla?
Los niños lo miraron emocionado al ver que no se negaba a la idea.
—También pensamos en eso. Si no le teme al fuego, podemos llevarlo a un pequeño volcán cerca de aquí para que sude a mares –dijo Ephaim.
—Muy bien, y creen que resultará, ustedes no tienen el hedor de los demonios adultos.
—Lo sabemos, por eso trataremos de venderlo como un tipo de perfume especial –dijo Ephaim.
—De acuerdo, vamos entonces.
El niño pelirrojo corrió al baño a buscar toda la cantidad de toallas posibles, mientras que el niño rubio entró a la habitación de Asmael, y regresó corriendo al salir. De una delgada estela de humo emergió Xabier, los niños le explicaron lo que necesitan hacer, Flavio y los pequeños demonios se acercaron, él los envolvió con sus alas y los llevó al volcán. El Ángel Caído mantuvo sus alas cerradas al llegar.
—Estamos en la parte más alejada del cráter, donde el calor no es peligroso, los niños no necesitan regresar conmigo, pero usted sí. Ellos me avisarán cuando abrir las alas para regresarlo, ¿está listo señor Flavio?
—Hagámoslo –dijo Flavio mientras lanzaba un suspiro.
El Ángel Caído abrió las alas y el calor golpeó con furia a Flavio. Xabier retrocedió y se protegió envolviéndose en sus alas. En segundos, toda la ropa de Flavio estaba empapada de sudor, y los niños le dieron una a una las toallas. Al secarse con la última, uno de los niños golpeó suavemente las alas del ángel caído, él las abrió y los pequeños demonios empujaron a Flavio antes que desfalleciera, las alas lo envolvieron y él y Xabier aparecieron en la cueva. Al abrir las alas, Flavio salió jadeando, y con balbuceos dijo:
—Espera un momento.
Se dirigió al baño, dejó entreabierta la puerta y tiró fuera de ella toda su ropa empapada de sudor.
—Llévale toda la ropa a esos pequeños demonios, por favor.
El Ángel Caído se apresuró a recogerla, y se desapareció con ellas para entregárselas a los niños. Flavio se dio una larga ducha y al salir del baño secándose el cabello, Lucero y LC pasaron a su lado corriendo hacia su habitación, cerrando con fuerza la puerta. Cuando iba a averiguar que les había pasado, un ruido llamó su atención, los niños entraban con varias ánforas de diferentes colores. Salían y entraban con objetos raros y más ánforas. El paramédico fue a la cocina a beber una jarra de jugo que las niñas le habían preparado, necesitaba hidratarse después de sudar tanto. En cada sorbo de su vaso veía como los pequeños demonios entraban y salían de la cueva con cualquier cantidad de cosas. Después de traer las últimas ánforas se acercaron emocionados al hechicero.
—¡Fue un éxito señor Flavio! –dijo el niño pelirrojo emocionado.
—¡Y el perfume que preparamos con la ropa lo pagaron mejor que ningún otro! –dijo el niño rubio.
El paramédico se contagió de la alegría de los pequeños demonios y dibujo una sonrisa en su rostro, y les preguntó:
—¿Qué nombre le pusieron?
—Al que fabricamos con las toallas lo llamamos «Escorpio, el perfume con el que pica tu demonio», y al de la ropa lo llamamos «Leo, con el que ruge el demonio que llevas dentro» –respondió el pelirrojo.
—Ustedes de verdad tienen cada cosa.
—¿Cuándo podemos hacer más? –preguntó Wellington.
—¿Necesitan más dinero? –preguntó Flavio preocupado.
—Tenemos prohibido mentirle, así que la respuesta es no, pero nos gusta ganar mucho dinero –respondió Wellington.
Antes que el hechicero pudiera contestar, se escuchó abrir la puerta de la habitación de las niñas, y LC asomó la cabeza.
—¡Papá! Dile que se vayan, el hedor está entrando a la habitación, ¡Qué peste!