En ese instante me di cuenta, así… sin más. Y tan sólo con ojear por un momento el cubo de basura que había a unos metros de distancia. Miedo me daba afirmar que la basura me había llevado a pensar esto.
Y esto era que siempre había observado sus acciones desde mi escondite. Ese escondite llamado cobardía. Pura cobardía de alguien tan joven como yo y tan acostumbrada a vivir en un caparazón invisible y artillado.
No debía ser así pues le conocía. Se caracterizaba por ser alguien que sólo callaba con tal de no tener que discutir. Alguien cuyos instintos jamás había visto en acción. O alguien cuyo pasatiempo era observar fijamente y no decir palabra, estudiando aquello que veía.
Serio, sería la palabra que cualquiera usaría para describirle si escuchara lo que estaba pensando. No obstante, se equivocarían. Yo lo llamaría… introvertido.
Preciso, ¿tal vez? No, eso era calificarlo muy por encima.
Quizás…
«¿Por qué sigo pensando en esto?», me pregunté antes de volver a mordisquear mi bocadillo de queso chafado.
Estaba cansada de darle vueltas a algo inexistente; tan platónico y frustrante.
Crucé mis piernas afianzando mi postura sin poder dejar de arrugar la nariz. El banco de metal del patio trasero en el que nunca había nadie volvía a oler fuerte. El aroma cítrico y a pintura era incluso peor que el de ayer. Por suerte, sólo quedaba el hedor porque si no mi ropa ya estaría teñida de un color granate mal mezclado.
Era el único asiento que había aquí, así que no podía descansar en otro lugar. Además, debía aprovechar bien el tiempo antes de que la campana central martillase en mis oídos.
Suspiré eludiendo ese tufo y observé en soledad. Debido al tiempo, todo estaba húmedo y la imagen que dejaba era realmente espantosa.
Pocas hojas cubrían el suelo y las que estaban eran de un color oscuro y corrido. Pisoteadas y dobladas permanecían en las esquinas del diminuto patio exterior. Aquel al que acudía cada día.
La estructura trasera del edificio quedaba a mi derecha y con ella una escalera lateral empotrada. Lo bueno de este lugar es que insonorizaba las risas y conversaciones de algunos. Es decir, de todos aquellos reunidos y que disfrutaban en compañía del tiempo de descanso.
Mastiqué distraída notando ese sabor a queso quemado que tanto me gustaba. Esa parte churruscada que no echaba a perder y que a la mayoría no le solía gustar. El sabor fuerte y algo rancio, sólo lo suficiente, se colaba en mis muelas y me ayudaba distraerme de mis propios pensamientos. Aunque siempre volvían.
Harta de tener que sobre pensar por casi todo, saqué con fiereza mis auriculares y los enchufé en mi móvil donde no tardé en poner una canción a todo volumen. Los ajusté cómodamente en mis frías orejas.
A punto estuve de tararear el inicio de la letra cuando la campana sonó, justo como predije. Me encogí ligeramente antes de detener la canción y devolver el trozo de pan en la envoltura ya abierta y rota.
Colgué mi mochila a un hombro y suspiré antes de meterme en lo que por aquel entonces cualquier adolescente de mi edad llamaba infierno.
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Hera. M