Footprints

Capítulo 3

—¡No! ¡Butler, así no! ¡Colócate bien!

Apreté con saña el botón lateral del móvil. Sus gritos eran muy penetrantes. Demasiado molestos y yo tenía la suerte de tener que escucharlos dos veces por semana.

Que bien…

Mi odio con los años hacia esa voz tan autoritaria había crecido y explotado, perjudicando cada vez más a mis pobres oídos. Ya ni me molestaba en esconder mi descontento.

Su profesión la había ido consumiendo en aquel aspecto. Ni en la más mínima discreción de una conversación a solas bajaba aquel tono de voz.

Los talones de mis pies comenzaron a tiritar solos sobre el pavimiento del gimnasio. Seguían el ritmo de los tonos que se introducían cada tres tiempos en mis oídos. Mis rodillas se menearon al mismo tiempo y mi cabeza se balanceó, sintiendo los cables de los auriculares rozar mi cuello desnudo.

Había tenido que cambiarme. Ya no llevaba puesto mi jersey de cuello vuelto, sino una camiseta color blanco brillante y una chaqueta acolchada y con revés naranja. Cada una con el sello de la cara de un tigre. 

Con cada vibración del estribillo mi pulso se aceleraba y mis ojos se movían de acá para allá sin perderme detalle. La gente se movía con energía. Con tanta que comenzaba a marearme. Las ligeras pelotas de voleibol coincidían en el aire cada pocos segundos y las innumerables caídas de mis compañeros al intentar golpearlas eran penetrantes; el suelo temblaba y mi cuerpo se arrugaba.

Por mucho que subiese el volumen y quisiese huir de aquella realidad, no lo conseguía. Al menos, no si no me concentraba.

Un empujón en mi hombro me despertó en el intento.

—¡Rivers!

Pegué un respingo y con rapidez me deshice de los cables con torpeza. Pero ante todo enrollándolos con cuidado. Lo que me faltaba es que se me rompieran. O peor, que se me rompiera solo uno.

—¿Cuántas veces te he dicho que no escuches música en mi clase? —riñó la entrenadora mientras yo guardaba con disimulo el teléfono en mi bolsa —. Debería castigarte de una vez para que dejes de hacerlo.

—No creo que con eso lo consiga, entrenadora —confesé sin pensar.

Su boca se abrió expectante. Yo continúe tranquila pues era la verdad. Aprovechaba cualquier situación para escuchar música. Era una manía. Pero una que disfrutaba cada momento del día. Me hacía motivarme lo suficiente como para seguir con mi fastidiosa rutina.

Intuí que iba decirme algo por como sus labios se movieron inquietos, pero agitó la cabeza tratando de olvidar el tema.

Irguió su figura, aquella cubierta de un chándal naranja con rayas blancas, y apuntó con un dedo la pista. Su pelo castaño se balanceó al igual que el silbato que llevaba amarrado al cuello.

—Venga, te toca.

Recogí mi pelo en una coleta mal hecha e incorporé mi cuerpo de una de las primeras gradas. Llegué al grupo cuatro en el que tuve que tomar una de las seis posiciones.

Dios, esto iba a ser un desastre.

Yo estaba nada más y nada menos en el lugar de más atrás a la derecha, es decir, la que debía iniciar la partida. Por suerte, le tocó sacar al otro grupo.  Desplegué mis muslos fijando lo mejor que pude mis pies al suelo e incliné con pereza mi tronco. Uní mis pequeñas manos y casi comencé a temblar cuando escuché ese condenado silbato.

Lanzaron al aire la pelota y una mano alzada la azotó dejando ese terrible sonido en el aire. A partir de ahí, todo pareció ir a cámara lenta.

Mis ojos se levantaron pausadamente hacia el techo de barras de hierro. Observé hechizada como el balón se dirigía con exclusividad a mí. Intenté ponerme en acción, pero estaba bloqueada. No pude hacer otra cosa que encogerme y cerrar los ojos, hasta que un empujón me llevó a aterrizar sobre parte del sello de la mascota del instituto.

¿Qué coño…?

Apoyé las manos al instante para evitar hacerme daño, aunque la peor parte se la llevó mi cadera.

Escuché como el juego continuó sin importar que yo hubiera caído porque al parecer mi propia compañera de equipo acababa de derribarme. Cuando me levanté, la partida había terminado y los espacios comenzaron a rotar. Me quedé en mi sitio sin intención de moverme.

—¡Oye! —llamé.

Esa coleta rubia ceniza rotó y con ella el cuerpo de la chica que no tardé en identificar. Inclinó la cabeza a un lado incitando a que hablase.

—Acabas de empujarme —informé o más bien quise recordárselo.

Sabía que había sido ella. Ella era la que estaba en el centro y la que no tardó en moverse para darle a la pelota. Y encima mis compañeros no habían mostrado el mínimo interés en lo que acababa de ocurrir.

Myrcella se limitó a alzar las manos a la defensiva, como si lo que hubiera hecho no hubiera significado nada. Luego, señaló la parte de pista en la que estábamos tratando de mostrar una evidencia.

—Alguien tenía que darle a la pelota. Estaba muy claro que no estabas metida en el juego.

—No hacía falta que hicieras eso —repliqué molesta y ella me respondió rodando sus ojos. Pude escuchar a mis dientes rechinar.




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