—¡Mierda, mierda, mierda! —murmuraba sin descanso contra mis rodillas.
Los blancos azulejos que rodeaban el cubículo eran lo único que escondían mi débil llanto y mis gemidos torturados. Y esas mismas paredes que se cernían sobre mí, con el objetivo de alcanzarme y acabar conmigo.
Tenía las piernas recogidas sobre el retrete en el que estaba sentada mientras de vez en cuando, al levantar la cabeza en busca de aire, veía todos los dibujos y pintarrajeadas que había en la puerta que me protegían de los ojos de la gente.
La manga de mi camiseta acabó húmeda de tanto limpiar las lágrimas que recorrían por mis ardientes pómulos. Mis dedos tampoco se libraban, ya que acabaron rojos de tanto haberlos frotado en mis pantalones hace nada en clase.
Me entretuve en soplar velas inexistentes por el bien de mi salud.
Odiaba tanto todo. Joder esto antes no me pasaba ¡y ahora lo vivía siempre!
Seguía pasando mi último año escolar- bueno, deseaba que fuera el último- y la presentación en la que tanto había trabajado con Myrcella llegó. Algo que hizo que los días anteriores mis nervios estuvieran a flor de piel.
Pero esta vez creí que, al haberme dejado la piel en ella, igual estaría menos nerviosa. Pero no. No tiene que ver con eso.
Tiene que ver con lo que de verdad asumes a la ahora de plantarte delante de una clase entera. Cuando comienzas a hablar, a temblar y notas que no puedes continuar y que te cuesta seguir…; allí te das cuenta de que todo lo que dices te importa una mierda por muy interesante que sea. Tan solo sientes esas ganas infinitas de que se acabe.
Y maldecía por dentro porque por todo el tiempo que había invertido en este proyecto había descuidado algunas de las demás materias.
En ellas a veces acababa peor pues algunas de las presentaciones, debía hacerlas sola. Y sí…, solía terminar en el mismo lugar que siempre. Exactamente en el tercer cubículo del baño de chicas.
Nada más acabar la clase, fui al servicio y allí pensaba seguir. Al menos hasta que dejase de llorar.
A ver, había ido mal, pero no fatal.
Sin embargo, decir que había ido mal era suficiente para recordar todo lo que pasó allí.
Hasta se me olvidó como hacer esas respiraciones que tanto había practicado. Me dio tanta envidia que Myrcella o algunas de las demás personas se desenvolvieran tan bien en esas situaciones. De verdad que no se daban cuenta de lo privilegiados que eran por poder respirar bien, sin trabarse al hablar o algo parecido.
Todas esas mesas que había delante de nuestros cuerpos; los ojos de la clase sobre nosotras; la atención del profesor en las palabras que decíamos…Todo, me dieron ganas de llorar en mitad de la exposición y de camuflarme de todas las personas que parecían estar pendientes todo el tiempo.
Se daban cuenta de lo que me ocurría, pensando que era tímida u nerviosa por nacimiento. Por eso algunas veces algunos me decían que no me preocupase, que lo había hecho bien y que no tenía por qué ponerme así.
Y yo fui una estúpida en su momento como para creerles. Creer que era algo temporal. Nop, no lo era. Era algo que ya parecía formar parte de mí.
—A la mierda —dije entre dientes.
Furiosa y con tal de entretenerme agarré un rotulador gordo y negro de mi mochila, me estiré todo lo que pude y decidí escribir algo también en aquella puerta que utilizaban de pizarra. Encima de todas las frases y firmas que había trate de que se viese bien mi mensaje. Parpadeé con fervor para poder ver a través de las lágrimas.
«IROS TODOS A LA MIERDA»
El mensaje no iba directo hacia alguien en concreto. Iba hacia todo el mundo. Porque… pues porque sí.
Estuve a punto de poner una firma en ella. Estuve a punto de poner: Firmado, La Rara. Me daba igual que supieran los de mi curso que había sido yo. Era eso para ellos ¿no?
Aunque ¿y si aquellas veces que los escuchaba murmurar sobre algo y creía que hablaban de mí, no fuera real? Puede que mi cabeza me hiciese creer cada segundo del día en el horario escolar que era un bicho raro.
Ellos hablaban de mí, eso seguro, porque cuando alguien pone un mote en ti es muy difícil acabar con él. Sin embargo, puede que no lo hicieran siempre. Algo que yo insistía en desmentir. Algo que me martirizaba por el hecho de no haber encajado con nadie en un principio.
Ese efecto de rechazo me había marcado demasiado.
En el fondo mi objetivo era desmentir el significado de lo que le decían, demostrar que simplemente ese mote era absurdo. Y que el verdadero significado de esa palabra podía llegar a ser hermoso. Era lo único más o menos que tenía claro en la vida. No obstante, la gente parecía no comprenderlo.
Por eso mismo me contuve y no dejé firma alguna.
Subrayé muy bien las demás palabras hasta que la vibración de mi móvil me interrumpió. Lo saqué con un gruñido de mi pantalón y vi cómo se iluminaba en la pantalla un número desconocido con la opción verde; cogerlo o la opción roja; rechazarlo. Iba rechazarlo, como hacía cada vez que me llamaban números que no conocía.