Fragmento de lo Infinito

Capítulo 73: Los que Volvieron

Cuando Biel ofreció su última chispa de vida para reconstruir el universo, no solo lo restauró…
Lo renació.

Los cielos, viejos como plegarias olvidadas, se rasgaron como un manto hecho de siglos. Y de aquellas fisuras, no cayó solo luz…
Cayó posibilidad.

La frontera entre los planos se desgarró como papel en manos de un dios emocionado. Y por esa grieta cósmica, el mundo se derramó hacia lo impensado. Creció como un árbol cuyas raíces tocaban otros mundos, otras almas. El aire olía distinto. La tierra vibraba como si recordara un nombre antiguo. Todo lo que era, ya no sería. Todo lo que vendría, aún no tenía forma… pero respiraba.

Los primeros en llegar no fueron dioses.
Fueron hadas, chispas doradas que danzaban entre brasas y brotes nuevos, flotando sobre campos aún humeantes por las cicatrices del fin.
Sus risas eran la risa del mundo que vuelve a creer.
—Despierta, mundo —decían—. El dolor ya no gobierna.

Luego, un rugido ancestral partió el cielo.
No eran dragones… no del todo.
Drakeryanos, hijos del fuego y del espíritu, descendieron sobre las montañas recién alzadas. Sus alas pintaban historias en el aire.
“¿Quiénes somos ahora?”, se preguntaban. No como guerreros, sino como herederos de una segunda oportunidad.

Los enanos del nuevo ciclo, en lo profundo, ya no eran solo herreros. Eran artesanos del alma.
Forjaban intenciones, esculpían recuerdos, cincelaban esperanzas en obsidiana viva.
—El mundo cambia… y nosotros lo forjaremos —dijeron, al alzar su primera ciudad subterránea como una catedral de ecos.

Los Umbrelianos surgieron bajo la primera luna negra, envueltos en sombra líquida. Pensaban sin hablar, comprendían sin preguntar. Sus pensamientos eran cuchillas suaves, portadores de verdad sin violencia.

Los Celestborn, hijos de luz y susurros de ángeles, caminaron sobre la hierba sin dejar huella.
Donde pisaban, la tierra sanaba. Donde hablaban, el viento murmuraba en lenguas antiguas.
Algunos los adoraban. Otros temblaban ante ellos.

De los bosques, entre ruinas cubiertas de musgo, surgieron los Arborianos, mitad espíritu, mitad árbol.
Sus cuerpos eran corteza viva, y de sus cabezas crecían ramas doradas.
—El ciclo se reanuda —murmuraban—. El bosque no olvida a quien lo sembró.

En los mares, bajo lunas gemelas, nadaban los Marevios, de cantos hipnóticos y ojos perlados. Tejían ciudades de coral entre las corrientes del mar espiritual. Donde sus voces flotaban, el agua se volvía clara como la verdad.

Y al fin… llegaron los Feralkin. Tribus de cuerpos salvajes y corazones sabios. No cazaban por hambre, sino por comunión.
Sus colmillos eran lenguas antiguas. Sus rugidos, historia pura.

El mundo respiró.
Y en esa exhalación colectiva, la historia comenzó de nuevo.

Las torres antiguas cayeron. Los altares se deshicieron como ceniza al alba.
Pero no hubo lamento.
Porque por cada piedra que caía, brotaba una flor.

Por cada templo destruido, surgía una comunidad.

El mundo fue libre.
Libre para ser lo que nunca había podido imaginarse.

Y en lo profundo del cosmos, donde los antiguos dioses ya no gobernaban desde lo alto, algo nuevo tomó forma.

Cuando el último vestigio de los dioses antiguos se desvaneció en el tejido del nuevo universo, sus tronos no quedaron como mausoleos.
Quedaron como jardines.

Diez asientos suspendidos en la altura intangible del Cosmos, tallados no en piedra, sino en esencia: luz que recordaba, sombra que perdonaba, fuego que ya no quemaba. Ecos puros de quienes lo dieron todo por el mundo.
No eran tumbas.
Eran semillas.

Y como las estaciones siguen a los eclipses, nuevas deidades brotaron no desde el cielo… sino desde la necesidad.

Porque el mundo ya no bastaba con contemplarlo.
Ahora, los dioses debían sentir.

Los primeros en alzarse no nacieron.
Despertaron.

Aurelya, la Diosa del Sol, emergió entre brasas que aún guardaban el eco de Solaryon. Su luz no dominaba; guiaba.
Vaelis, la Diosa de la Vida, brotó de una semilla dorada en el corazón del mundo, hija de la última lágrima de Elaris.
Nysereth, diosa de las sombras, envolvió al mundo con descanso.
Zhyra, la risa caótica que reconstruye, bailó donde Veyrith gritó por última vez.
Elenya, la Diosa de la Naturaleza, floreció cuando cayó la última hoja del Gran Árbol. Era el suspiro de Sylvaran vuelto vida.

Ella no nació bajo el sol ni la luna.
Despertó en el silencio entre ambas cosas.
Y con su primer paso, un valle entero brotó a su alrededor.

—Vuelve la raíz… —susurró el viento.

Un oso le lamió la mano. Un ciervo se arrodilló. Pájaros trazaron himnos en el aire.
Y ella, sin decir nada más, existió.
Eso bastaba.

Otros nuevos dioses también hallaron su voz:

Kaerthas, Dios de la Guerra sin guerra, alzó su mirada sobre campos sin muertos.
Nozkar, Dios del Vacío, susurró desde la nada donde Xaltheron había rugido.
Arkelion, Dios de la Muerte, caminó entre los moribundos no para tomar… sino para acompañar.
Mireon, tejedor de destinos, alzó un telar donde antes había cadenas.
Lorvahn, Dios de la Sabiduría, no dictó. Aprendió.

Ninguno reinó.
Todos estuvieron.

El cosmos cambió.
No desde arriba.
Sino desde dentro.



#1436 en Fantasía
#2012 en Otros
#376 en Acción

En el texto hay: juvenil, magia, fantasia sobrenatural

Editado: 07.07.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.