Alice
Cuchicheos, miradas recelosas y comentarios.
Era la primera vez que llegaba cinco minutos tarde de la hora exacta. Normalmente siempre era puntual, ya que prefería pasar inadvertida, hundirme en la silla y dejar pasar el tiempo, mientras mantenía la mirada hacia delante y fingía que escuchaba el monótono diálogo del profesor.
Aquel día, en cambio, todos mis compañeros se sorprendieron por el hecho de que llegara un poco tarde. Sentí que mi cuerpo se llenaba de una vergüenza inmensa al llamar a la puerta y pasar por delante de todos los presentes. Todas esas miradas estaban puestas en mí, repasándome de arriba abajo, juzgándome.
Mientras caminaba por la clase en busca de mi sitio, escuché a mi compañera de clase, Claudia, susurrar al oído de la chica con la que se sentaba:
- Qué raro, la fría llega tarde. ¿Habrá encontrado algo interesante que hacer?
La otra muchacha se rio ante su comentario y le respondió con algo ingenioso que no logré escuchar.
Si en algún momento había querido matar a alguien, la víctima habría sido Claudia sin lugar a dudas. No comprendía cómo podían soportarla sus novios y sus amigos. Aunque solo tenía que ver su impresionante físico o la tarjeta de crédito que sus padres le habían regalado para saber que aquellos eran los principales motivos por los que triunfaba tanto entre los jóvenes.
Su piel se asemejaba a la más pura porcelana y su cabello era tan oscuro, liso, lacio y largo que muchos se paraban para admirarlo o bien le preguntaban acerca del champú que usaba. Además, sus ojos eran verdes y brillantes y su piel bronceada. En fin, ella era la chica de la que todas querían ser amigas y a la que todos los chicos deseaban en secreto. Ella era algo que yo jamás sería y la envidiaba profundamente, ya que mis problemas personales iban más allá de la marca de champú que utilizaba. En la próxima vida me gustaría ser como ella y tener una vida simple y fácil.
Comentarios como ese mismo que acababa de escuchar, hacían que me sintiera cada día peor. No tener a nadie en el instituto que me considerara una persona normal y que quisiera ser mi amiga, era frustrante, más que frustrante era indignante y aunque no quisiera reconocerlo, sentía un dolor permanente en el pecho que a veces no me dejaba respirar y me iba matando de forma pausada y lenta por dentro.
No sabía quién era mi padre y mi madre nunca lo mencionaba. Si al menos lo hubiera conocido, quizá pudiera encontrarme a mí misma, saber si él también era como yo. Saber si tenía la misma enfermedad que yo. Una enfermedad que los médicos juraban no saber nada de ella.
Suspiré y me senté en la silla del final de la clase, lo más rápido que pude para poder volver a sentirme inadvertida y a salvo de aquellas miradas indiscretas.
¿Quién había inventado el instituto? Le cantaría las cuarenta, ya que para mí cada segundo dentro de él era una pesadilla.
Mi seguridad no llegó en cuanto llegué a mi asiento, ya que el profesor de matemáticas, Ignacio, me dijo desde la pizarra:
- Es un placer que hoy nos honre con su presencia, señorita Alicia. ¿Sabría resolver el problema de la pizarra?
Quise protestar que mi nombre no era Alicia, sino Alice, pero en realidad me daba igual, ya que había soportado una inmensidad de cosas peores. Aquello no me mataría, pero puede que quedarme en blanco delante de todos los presentes acabara conmigo.
Miré la pizarra y luego al profesor, que sujetaba una tiza de color blanco y esperaba impaciente a que dijera algo o me levantara de mi asiento para resolver lo que me decía.
Tragué saliva y leí el problema, intentando entenderlo. Era de ecuaciones de segundo grado, aquellas que podían tener dos resultados y que no recordaba cómo hacer. Siempre estaba algo ida en las clases, despistada y ensimismada en mis propios pensamientos, enfadada con el mundo por haberme enfermado de esa manera.
Me tragué las lágrimas que hacían intentos con salir de mis lagrimales y me levanté de la silla lentamente y, como si me llevaran al matadero, caminé hasta la parte delantera de la clase. Todas las miradas estaban puestas en mí y pude imaginarme la mirada odiosa y la sonrisa satisfactoria de Claudia a mi espalda.
Cogí la tiza que Ignacio me tendía con poca paciencia. Cerré los ojos y la clavé en la pizarra para empezar escribir. Entonces, pensé en el problema, en cómo se hacían las ecuaciones de segundo grado, pero no conseguía concentrarme, esas voces estaban en mi cabeza, torturándome:
"Qué rara es"
"¡Con lo fácil que es el problema y no sabe resolverlo!"