Alice
No solía escuchar nunca cuando los profesores hablaban en el instituto, pero la teoría de la reminiscencia de las almas de Platón, me llamó especialmente la atención. En consecuencia, cuando mi profesora de filosofía se puso a hablar de esta teoría, no pude evitar abrir bien los oídos y escuchar minuciosamente.
Platón, en su teoría, distinguía entre alma y cuerpo, siendo este último algo pasajero y sin mera importancia. El alma, en cambio, se dividía en tres y había conocido ya el conocimiento universal y verdadero, pero lo había olvidado al caer retenida en el cuerpo.
Esto me había parecido fascinante, pero nunca me lo había planteado como una posible verdad. Tan solo, como la teoría de un hombre con una capacidad de imaginación increíble, un simple cuento para mis oídos, nada más.
No creía en las almas o no quería creer, me daba miedo.
Sin embargo, algo en mí me decía que esa teoría era cierta, pero no tenía nada con lo que demostrarlo y me encontraba en las mismas que cuando me decían que debía creer en los Dioses.
Estaba harta que la gente me dijera en qué debía creer y en qué no. ¿Quiénes eran ellos para imponerme sus ideologías? ¿Para no dejarme elegir en qué quería creer y en qué no? Todos somos supuestamente libres de creer en lo que nosotros deseamos, pero la sociedad a veces nos impone una ideología y yo siempre había tenido muy claro que no creería sin motivo. Un libro no me obligaría a creer en una religión, ni tampoco dejaría que nadie me convenciera con meras palabras que algo realmente existía. Yo necesitaba ver y sentir que una cosa era real o no.
Y aunque a veces sentía que las almas podrían existir, no tenía pruebas que me lo demostraran.
Así me encontraba, ensimismada en un dilema existencial, cuando de repente, escuché unos pasos acercándose a gran velocidad.
Skay, que se había encontrado observándome detenidamente durante esos escasos minutos en silencio, se irguió rápidamente y se levantó del suelo, poniéndose en guardia.
Yo me quedé sentada, observando a todas partes y con el corazón latiendo a mil por hora, mientras los pasos lejanos se escuchaban cada vez con más fuerza.
- Ponte detrás de mí. – me ordenó el muchacho, agarrándome con firmeza del brazo para ayudarme a levantarme apresuradamente.
Fruncí el cejo, expectante a lo que pudiera venir.
Si Skay hubiera sabido maldecir en idioma terrestre, hubiera soltado unas cuantas blasfemias en ese momento, ya que vi rabia reflejada en su rostro.
- ¿Qué ocurre? – pregunté nerviosa y con algo de miedo en la voz.
- Fríos. – declaró el chico solemnemente.
Mi corazón estaba a punto de salir por mi boca cuando Skay volvió a hablar:
- Son pocos, quizá dos o tres.
- Lo siento. – murmuré.
- ¿Por qué? No es tu culpa. – respondió incapaz de entender cómo me sentía en ese momento.
- Por mi culpa estamos en peligro. – dije antes de que el corazón se me paralizara al dejar de escuchar los acelerados pasos.
A continuación, de entre los árboles, aparecieron dos personas, un hombre y una mujer, completamente desnudos. Quise evitar la mirada, ya que la desnudez siempre me había cohibido, pero no pude, ya que el color de su piel era pálido y azulado, su cabello tan blanco como la nieve y sus ojos tan muertos como los míos. Eran como yo o al menos, eso fue lo que pensé.
Los dos fríos se miraron mutuamente y esbozaron una sonrisa maliciosa, como si con una sola mirada pudieran encontrarse.
Seguidamente, Skay se preparó para iniciar un ataque, pero yo me dispuse a evitarlo. No podía ver cómo mataba a dos personas sin motivo. Una guerra interminable y estúpida no era suficiente para que fuera capaz de soportarlo.
- No sabes lo que estás haciendo… - me reclamó Skay, enfadado.
Y tenía razón, no sabía lo que hacía, pero algo en mí se negaba a matar.
- Ven con nosotros... – susurró el frío, observándome con detenimiento.
- La reina Opal te repudió, desde el momento en que te cogió en brazos te odió… Ven con los tuyos… Ven con nuestro rey Ageon. – susurró la fría, acercándose poco a poco a nosotros, mientras Skay me mantenía detrás suyo.
- No son como tú… no les escuches. – me sugirió el muchacho, pero no podía evitarlo. Ellos tenían la respuesta que siempre había estado buscado sobre quién era en realidad. – Alice, no importa el cuerpo, solo el alma. No eres como ellos. – insistió diciendo Skay, pero yo ya no le escuchaba. Solo tenía ojos y oídos para los dos fríos que se encontraban delante de nosotros.