Fuego en mis venas (radwulf #2)

Capítulo V

La agitación de poder helado, provocó un estremecimiento agudo y doloroso extendiéndose desde mi columna.

Soltando una maldición me puse de pie y camine con prisa hacia ella, quien sentada en el fangoso suelo, extendía sus manos con sus claros ojos cerrados. De la misma nada comenzaron a surgir flores de hielo a su alrededor.

Toda plática de los soldados se extinguió, siendo reemplazada por su palpable sorpresa.

—¡¿Qué haces?! —rugí, ya corriendo hacia ella aferrándome a la empuñadura de mi espada en busca de apoyo.

Aquella magia removía algo en lo hondo de mi pecho, acentuando los piquetes de dolor en mi cabeza. Sin titubear cruce el mar de flores pisoteándolas con fuerza. Llegué junto a ella y sujetándola por un hombro, clave mi mirada en sus ojos y gruñí;

—¡No vuelvas a hacer eso!

Con un golpe de mi fuerza derretí toda la nieve a nuestro alrededor, y luego di media vuelta alejándome con largas y fuertes zancadas.

El único soldado que después de aquello demostró preocupación por su persona, no fue otro que Lesson, mi mano derecha. A pesar de mi aparente renuencia a sus cuidados con la traidora, él prefirió ignorarme.

Así transcurrió el viaje de vuelta a la ciudad Real.

En medio del segundo día, nos acercamos a lo que hasta hace diez años fue la más grande y próspera ciudad de Radwulf. Lo que alguna vez fueron caminos empedrados rodeados por una basta variedad de árboles, arbustos y flores, entonces eran piedras manchadas con indecibles sustancias oscuras, rodeados por malezas secas y despojos de las viviendas destrozadas. Lo que alguna vez fueron plazas comunales con hermosas fuentes talladas rodeando las estatuas a nuestros dioses, entonces eran fangosas fosas rodeando desgastadas estatuas casi irreconocibles. Y lo que alguna vez estuvo lleno de la vida diaria humana, mascotas y criaturas salvajes correteando entre los callejones, tejados y jardines, entonces apenas dejaba vislumbrar algún rostro ceniciento de las pocas personas trabajando en alzar nuevamente la ciudad.

No obstante, y luego de aquellos largos diez años, finalmente se comenzaba a respirar un aire más tibio y reconfortante.

En la breve pausa esa mañana, a medio camino, Lesson me insistió en permitirle a ella subir a un carro, alegando que sería menos llamativo para quien nos viese en que ella no fuera tropezando por las calles. Su reproche en voz y facciones no pasó desapercibido para mi, pero le di la razón —por una vez.

Avanzamos apenas llamando la atención hacia las puertas de palacio. Sin embargo, ya dentro, los susurros no tardaron en llegar.

Las suaves voces de algunas doncellas en nuestro camino y uno que otro soldado murmurando a otro compañero, tensaron la fuerza en torno a Amace. Tras de mí, con un puñado de guardias sujetando las cadenas a su alrededor en pies y manos, Amace permanecía cabizbaja, alentando a la voz insidiosa con fuerza.

Está sufriendo...

¿Lo está?

Debería abrazarla...

¿Me reconoció?

Me necesita...

La conduje al calabozo bajo el salón del Gran Consejo, ansioso de dejarla ahí y librarme de su presencia... al mismo tiempo en que sentía la urgencia de sostener su gélido ser y apartarla de todo. ¿Protegerla o juzgarla?. Mi cabeza no dejaba de doler.

Ya dentro de la húmeda y sucia celda, se sentó en el suelo y recargo su cabeza en sus brazos cruzados. El replicar de sus cadenas, entonces sujetas a la argolla empotrada en la pared detrás de su figura, provocó un revoltijo en mi estómago, dejándome al borde de las náuseas. Sacudí la cabeza y subí las escaleras rápidamente, para confirmar con Lesson el recibimiento del gran Consejo en breve.

Al volver, mi corazón se saltó un latido cuando vi a Noemia, apoyada en la reja de su celda, comenzando a extender una mano hacia Amace.

—¡No! —Le grite, para luego alcanzar su mano y sostenerla desde el codo lejos de tocarla.

Incluso la cercanía de su piel menguada por la tela de su vestido, produjo un efecto aversivo en todo mi ser. La tensión sacaba ráfagas cálidas apenas contenidas desde mi centro.

—Su majestad Ambón me ha autorizado —dijo Noemia, clavando su molesta mirada en mi.

—Lo que sea que pretendas...

—Suéltame, Clim. —gruñó—. Sabes que tengo mi límite en la tolerancia... —Desviando su ceñuda mirada a mi mano, espetó—; al contacto masculino.

Gruñendo le solté, dando un paso atrás. Bien sabía de qué sería capaz en sus peores días, y ese no era uno de ellos. Asintiendo, sonrió y se volvió a ella, quien nos observaba confundida.

Trague con dificultad al saber lo que vendría.

Debo detenerla, la lastimara...

—Hola, ¿cómo te llamas? —Le preguntó Noemia.

Su clara mirada se limito a observarla con atención, pero Noemia no se inmuto. Aquella pregunta era tan estúpida, que me sentí tentado a bufar.

—Bien, pues yo soy Noemia —dijo. Luego acercó su mano aún más dentro de la celda, casi tocando la frente de Amace—. Esta bien si no quieres decir nada, de todas formas lo sabré.




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