«Luna, ven... surge con esa luz tan brillante.
Voy a pie, buscando el momento de abrazarte...
Luna, ven... posate en el lago lentamente.
Que ahí estés, siempre en mis brazos muy sonriente»
Su voz, acompañada por lo acordes que rasgueaba Wills, me envolvió llevándome a días pasados. Aquellos días en que su madre entonaba dicha canción, absorta en la melodía dentro de su cabeza, mientras que Macy y yo le escuchábamos atentamente.
«Que tonta fui, no sé qué habrá mañana... ni a dónde ir.
Tonta fui, no me permití dejarte, aunque presentí... el fin»
Eran simples palabras, que contaban una historia ajena, lejana en el tiempo y lugar. Nunca había tomado el verdadero significado en ella, todo aquello que transmitía más que con una sencilla melodía.
«Amor de ayer... flotando en el aire como ave.
Que ahí estés, siempre en mis brazos muy sonriente...»
En mi mente, la voz de Macy se mezcló con la de su madre, hasta que la última nota reverbero, y los aplausos no se hicieron esperar.
—Eso fue hermoso, Lady. —Le dijo Garb por sobre el barullo, alzando su vaso hacia ella.
Cerré los ojos, y volví a abrirlos dentro de la pequeña habitación. La oscuridad dentro menguó. Sólo me basto una mirada hacia la pequeña ventana manchada, para ver con claridad un haz de luz dorado blanquecina.
—Zahfró Regwos —murmuré, para luego sacudir la cabeza en una silenciosa negativa.
No puede ser cierto.
Dándole la espalda a la luz, me tumbe sobre el camastro y cerré los ojos.
Una antigua tradición, que incluso prevaleció aquellos días en que la gente parecía alejarse de los Dioses, dicta que cada luna nueva, bajo el cobijo de las estrellas, la gente debe encender hogueras y lanzar al fuego flores de Jnah. Flores que debían ser cortadas por las mismas personas, y a las que debían contarles sus anhelos antes de arrojarlas a las llamas.
Se dice que dicho acto, era una forma de agradecer a los Dioses por no darnos la espalda, y al mismo tiempo una forma más de hacerles saber que todavía pensábamos en el futuro. Que todavía deseábamos vivir.
Aquella vez me hallaba en Quajk, mientras caía la noche a mediados de un otoño en que toda la montaña ya se hallaba cubierta por nieve. El maestro y yo habíamos llegado hace apenas un par de días, y él, estaba patinando junto a los padres de Macy y su hermanito, sobre el pequeño lago congelado ubicado en medio de la ciudad.
—Será realmente grandioso —decía ella, prácticamente brincando de la emoción con solo recordar los planes que habíamos tramado para nuestro futuro, y que el maestro había escuchado hace unas horas de sus labios.
No solo pintábamos un castillo en el aire, teníamos el apoyo de nuestra familias y el mismo maestro para llevarlo a cabo.
—No te emociones tanto, Macy. —Le pedí, sabiendo que no me escucharía.
—Pero es taaaan emocionante —canturreo—. Viviremos tantas aventuras, y tendremos un precioso hogar donde queramos...
—Y serás mi esposa —acoté, esperando que los Dioses nos permitieran hacerlo realidad.
Con una deslumbrante sonrisa, sostuvo mi mano y comenzó a jalarme hacia los demás niños, que precisamente patinaban por la orilla del lago.
—No, Macy... yo no... —Me queje. Tenía suficiente con tanto molesto frío a mi alrededor.
—Vamos. Sé que no te gusta, pero al menos hazlo por mi —gimoteo, frunciendo su boca en aquel gesto que debilitaba cualquiera de mis posturas.
Gruñí, sabiéndome perdedor desde el momento en que deslizó su suave mano en la mía. Solté su mano, y envolví sus hombros con mis brazos, atrayéndola lo más cerca posible, para luego permitir que nuestros pies se deslizasen sobre el hielo.
—¿Ves que no es tan malo? —murmuró, con su rostro contra mi pecho y sus brazos en mi cintura.
Las risas y palabras de los niños a nuestro alrededor, quienes se deslizaban y corrían para luego deslizarse nuevamente, nos envolvieron por un largo momento.
—Ni Kuejt ni Quajk —dije, tras un suspiro—. Viviremos en un lugar que sea agradable para ambos, ¿si?
Ella alzó la mirada, encontrando mis ojos con una sonrisa que calentó mi pecho. No tenía que haber tocado el tema, pero amaba esa sonrisa más que a mi tranquilidad.
—Si. —Asintió.
Tan diferente a mí, y tan similar..., pensé, justo antes de que la voz del maestro rompiera nuestra burbuja.
—¡Clim!
Giramos hacia la dirección de la que provenía, le vimos junto a otros adultos que apilaban la leña junto al lago, preparándose para esa específica noche en que la luna no brilla. Señaló la pila a su lado, ya lista, indicándome que la encendiera sin palabras.
—Estupendo —murmuré enfurruñado, para luego alzar una mano en su dirección y encenderla con un solo pensamiento.