Así pues, pasaron dos semanas horribles en las que cada mañana, me sentí con menos energía que el día anterior. Aprendí a golpear, bloquear y dar patadas. Lo único notable fue cuando Dante alabó mis “increíbles patadas”. Me hizo sentir muy orgullosa de mí misma. El jueves, yo estaba agotadísima, y tenía ganas de esconderme en el agujero que hizo mi perro en la tierra y morirme.
—Tienes que estar más atenta —me advirtió Dante, cuando me comí por quinta vez un puñetazo en el costado.
Ya me había acostumbrado a los golpes y no me quejaba del dolor. He recibido tantos, que mi cuerpo se ha resignado totalmente a protestar. Estaba claro, que no me daba con fuerza y se controlaba mucho pero, aún así, he podido contar veintiséis moratones esparcidos a lo largo de mi cuerpo. Lo grandes cuentan por dos. Gajes del oficio, al menos no tengo la cara morada. No se puede aprender a pelear sin antes caerte mil veces al suelo. Te levantas y sigues adelante. Creo que yo ya me he caído algo así como un trillón de veces sobre mi pobre culo. ¿Eso cuenta para algo? Nop. Para aumentar el interés, Dante nos apuntó a una carrera de trail por la montaña en la que si ganas, te recompensan con dinero y un diploma. La carrera tendría lugar dentro de tres días. Practicábamos corriendo por el bosque, y en los días que llovía, me torturaba durante horas en la cinta de correr. Para colmo, ponía una elevación del cuarenta por ciento. Tenía ganas de arrancar esa maldita tela, que no paraba de rodar de forma implacable ante mis intentos de correr más rápido.
Mientras practico por la mañana con el saco de boxeo del porche, mi perro se pone a ladrar como un poseso. Oigo acercarse un coche en la entrada principal. Me seco el sudor con una toalla y corro a investigar. Dante, está apoyado en el marco de la puerta, observando cómo un hombre sale de su vehículo y lo saluda.
—Mihail, cuánto tiempo sin verte —dice Dante inclinando ligeramente la cabeza.
—¿Cómo estás, amigo?
El hombre le da un abrazo breve y se aparta rápido como si le hubiera dado un ataque epiléptico. Se gira hacia donde estoy yo plantada en silencio. Es delgado y de estatura media, el pelo rubio cobrizo y su mirada fría y calculadora revela unos ojos azules demasiado claros. Es atractivo para ser mayor, pero su rostro ensombrece ante una macabra cicatriz, que surca su cara desde la mejilla hasta la mandíbula, pasando por los labios. Tiene una expresión chulesca y autosuficiente que me da grima.
—¿Y ésta es…?
—Soy Ángela, la nueva alumna.
Me acerco a él y le doy la mano. Enseguida, un olor intenso inunda mis orificios nasales. Apesta a material de limpieza típico de los hospitales. Puaj, suelo evitar los hospitales si me es posible. Odio ese olor.
—Encantada —digo sin más.
—Entremos dentro, prepararé café —comenta Dante, un tanto distraído.
Nos sentamos en el salón mientras esperamos la bebida. Mihail se acomoda en el sofá y parece estar como en su casa. Yo, me conformo con una escueta y nada cómoda silla. Me pregunto si ha estado más veces aquí.
—Y dime Ángela, ¿qué has aprendido hasta ahora? —Examino con interés la lámpara de araña que cuelga del techo proyectando extrañas sombras sobre la mesa del comedor antes de contestar.
—Principalmente a bloquear y aumentar mi resistencia —le digo con cara de pocos amigos.
No lo conozco, pero me cae mal. Si mi perro ladra sin parar a alguien, suele tener un buen motivo. Así que, de buenas a primeras, desconfío de todos a los que les ladra.
—¿Y cómo te encuentras? ¿Estás cansada, o te sientes con energía? —¿Por qué narices me pregunta eso? ¿Él también quiere saber si tengo la glucosa alta, o qué?
—Estoy bien —escupo respondiendo secamente—. ¿Y usted quién es? ¿De qué os conocéis? —La última pregunta va dirigida a Dante, que acaba de entrar en el salón con una bandeja.
—Te presento a Mihail Títov. Ha estado ayudándome desde lo que le pasó a mi hermano. Ellos eran muy buenos amigos, fueron juntos a la universidad. Mihail ahora es el director jefe de una importante y famosa empresa farmacéutica. Borus Farma, s.a. ¿La conoces?
Nop, pero pediré a Lena que lo investigue de inmediato.
—No me suena.
—No pasa nada —dice Mihail—. La verdad es que la empresa no es tan conocida. Hemos empezado hace poco, pero nuestra expansión crece muy rápido. Me he fijado que estás en fiestas por aquí. ¿Habéis bajado algún día al pueblo para divertiros un poco, o habéis estado entrenando como locos? Ya te he dicho, Dante, que no tienes que ser tan estricto.
Mihail me examina, tal y como hizo mi exjefe ese día. «Uy. Tú y yo vamos a tener un problema, caracortada, si sigues mirándome así». Noto como me empieza a hervir la sangre y la sensación de que algo estaba mal iba en aumento. Me pongo en pie, y decido abandonar el lugar antes de abrir la bocaza y soltar algo que seguramente haga que les sangren los oídos.
—Os dejo, voy a seguir con lo mío —consigo articular sin que me dé un ataque de verborrea.
Al cerrar la puerta, oigo un breve fragmento de su conversación:
—…pieza ya con ella. No va a aguantar mucho m…
La puerta se cierra del todo, silenciando cualquier palabra. ¿Qué no voy a aguantar mucho más el qué? ¿Y que empiece Dante a hacer qué conmigo? No entiendo nada. En cuanto se vaya ese hombre, le pediré explicaciones al muchacho. Vuelvo nerviosa y cabreada hasta el saco de boxeo y me pongo a dar patadas violentas. ¡Será caraculo! ¿Por qué narices hablan de mí? ¿Acaso Mihail le aconseja sobre mi entrenamiento? Leñes, encima pierdo el equilibrio al dar una patada rotatoria alta y caigo de culo. No teniendo suficiente con eso, me pongo a dar puñetazos a diestro y siniestro durante lo que me parecen horas, hasta que oigo que el coche finalmente arranca y se aleja de la casa. Con los nudillos en carne viva, reprimo la apremiante necesidad de ir corriendo al polo norte a sumergirlos en sus aguas heladas, y busco al chico como un torbellino por la casa. La única puerta cerrada que encuentro, es el mini despacho de Dante. Irrumpo sin esperar respuesta alguna. El chico está sentado en su escritorio con la cabeza gacha, observando un objeto que no logro llegar a ver, pues lo esconde muy deprisa en el cajón de la derecha de la mesilla.