—Entonces, ¿me enseñarás? —Le pregunto emocionada.
—Sí, mujer, sí. Espérame en el jardín. Voy a buscar lo cuchillos.
Me trae una pareja casi exacta de los karambits, pero éstos, sin afilar y con las hojas de color violeta eléctrico. Son bonitos también, pero como ha dicho Dante, me he enamorado de los otros. Al lado del saco de boxeo, hay otro maniquí, aunque éste no sufrirá tanto como su igual.
—Ésta técnica se llama “el reloj”, porque laceras siguiendo las horas del día. Por ejemplo, empezaremos primero con el de una hoja. Haces girar el karambit en tu mano, y pones resistencia con tu dedo índice, así —al carajo con los karambits. Si sigue tocándome de esa manera, no voy a poder concentrarme en sus explicaciones. Rodea la mano con la que sujeto el artefacto, presionándola un poco, y su cuerpo está tan pegado al mío, que me tiemblan las piernas—, en este punto, para que no vuelva hacia tí por inercia y te corte el antebrazo. El brazo izquierdo bien pegado al cuerpo. Haces movimientos suaves y precisos de doce a seis, de siete a una, de cinco a once, de nueve a tres, y en el tres, apuñalas y desgarras, trayendo el cuchillo hacia ti —me enseña los movimientos básicos y los repito. Se aleja unos pasos para observarme—. Lo estás haciendo muy bien. Cuanto más practiques, más rápida serás. Ven —me quita el karambit, entrelaza su mano con la mía y me conduce al centro del jardín—. Antes de seguir, vamos a tener que remediar lo de tu manía de no mirar a la gente a los ojos.
—Oye, no es necesario. Juro no delatar mis movimientos la próxima vez —me quejo, pero parece que está empeñado en torturarme.
Saca un par de cojines de la casa y los pone uno enfrente del otro sobre el suelo.
—Siéntate, por favor —me siento a regañadientes en el cojín, cruzando las piernas en forma de mariposa—. No quites en ningún momento la vista de mis ojos. Ni siquiera mires mi nariz. Sólo los ojos, ¿vale?
—Está bien. ¿Vamos a hacer algo así como una terapia de grupo, pero solo nosotros dos? —Esta parte del entrenamiento o como quiera llamarlo, me parece que será la más difícil hasta ahora para mí, pero hago lo que me pide. O lo intento al menos.
—Ja, ja. No, gatita. Sólo vamos a charlar un rato. ¿Cómo te encuentras?
Vaya pregunta más estúpida. Está claro que la palabra incómoda, ni siquiera se acerca a cómo me siento ahora mismo.
—De momento, genial —esbozo una sonrisa falsa y suspiro frustrada. ¿Ahora va en plan psicólogo?
Me entra la risa nerviosa.
—Concéntrate, Ángela. Cuéntame, ¿cuáles son tus hobbies?
—Hum, pues, me gusta pasear con Turco por el monte, la música, dibujar, leer, ver películas… —exprimo mi cerebro al máximo intentando no apartar la vista de él, pero desvío sin querer los ojos al karambit que tiene al lado suyo en el suelo.
—Mírame, gatita —advierte Dante, bajando su voz unos cuantos tonos por debajo de lo normal.
Esa voz tan sexy, hace que pegue un bote en el suelo y clave mi mirada en la suya otra vez. A pesar de la luz solar, sus ojos están más oscuros y dilatados. Me sonrojo enseguida ante tal intensidad y hago acopio de todas mis fuerzas para no salir corriendo y esconderme en el bosque, pero lo que sale de su boca a continuación, no es para nada sexy.
—¿Cuál es tu película favorita?
—La trilogía de “El señor de los anillos”.
—¿Libro?
—Va a sonar infantil pero, me encanta Harry Potter —Dante continúa con su interrogatorio y no se ríe de mí.
—¿Color?
—El negro, bueno, el azul… eh, los dos.
—¿Tu actriz favorita?
—Angelina Jolie y Hilary Swank.
—¿Actor?
—Johnny Depp. Por cierto, ¿de dónde eres? Dante no es un nombre típico español y además no lo pareces.
—De Italia. Nací allí, pero hace mucho tiempo que estoy en España —ah, ya me parecía extraño el acento y su apariencia.
—¿De pequeña… qué querías ser de mayor?
—Nunca lo he tenido claro. ¿Y tú?
—Siempre lo he tenido claro. Dedicarme a las artes marciales. Mi padre, Marcello, me enseñaba de pequeño. Entrenábamos mucho y estábamos muy unidos. Él, ya era viejo cuando murió. Leo, en cambio, compartía la pasión de mi madre, Alda, por la bioquímica. Era un chico listo. Mi madre aún vive pero, por desgracia, tiene alzhéimer y no se acuerda de nadie. Tampoco de mí. Es la es la única familia que me queda.
—Vaya, lo siento mucho, de verdad —murmuro abrumada, todo por lo que ha tenido que pasar ha debido de ser un infierno. La vida es una zorra injusta—. ¿Y tienes novia?
Mierda, mis neuronas han debido de recibir una mala conexión. Quería cambiar de tema, pero no tan abruptamente. ¿Dónde se supone que puedo pedir cita para revisar mis filtros internos? ¿En el psiquiátrico?
-No, estoy soltero. ¿Lo preguntas por algo en particular? —Levanta un ceja y me abrasa por dentro con su mirada.
Uf, no parece que le haya molestado mi comentario, ni el derrame cerebral que acabo de sufrir por escuchar que está soltero. Bien, pues yo también estoy disponible, y para él, aún más. Rezo para no haberme puesto roja y recuerdo que no puedo quitar mis ojos de los suyos. Me está costando lo que no está escrito sostenerle la mirada.
—¡Qué va! ¿Y qué haces para divertirte?
En vista de que me he quedado sin ninguna respuesta elocuente ni sexy, pruebo a cambiar de tema otra vez. Menos mal, podría haber salido de mi boca Dios sabe qué barbaridad. Algo así como; Hola, me llamo Ángela, tengo veintiún años, estoy enamorada de ti, y soy imbécil. De momento puedo posponer esa cita con el demonio de la encrucijada, aunque si fuera Crowley, daría un pedacito de mi alma por ser más inteligente.
—Gatita, ya me estoy divirtiendo contigo.
Se relame los labios, levanta lentamente sus pestañas, descubriendo en su totalidad esos ojos de color miel y creo que es mi final. Fin. Oh dioses, esa mirada me ha elevado hasta el cielo, he caído y antes de tocar el suelo, un ángel me ha subido volando otra vez y he podido tocar las estrellas. No sé como describirlo en mi mente la verdad. Resumiendo, me ha puesto a cien. O más. Creo que ahora mismo tengo cara de que me hayan golpeado mil veces entre ceja y ceja como a un saco de boxeo. Una cara de bobalicona total, y encima, se me está cayendo la saliva sobre los cojines. «Concéntrate.» Mi yo razonable, por fin asoma por mi cerebro, para poner un poco de paz en mi cuerpo hecho un caos hormonal. Dejo de bizquear, enfoco mis ojos y recupero una expresión facial adecuada para estar hablando con alguien y no babeando por ese alguien.