La puerta principal de la casa se haya abierta de par en par. Mierda. Dudo que Dante la dejara así al marcharnos.
—Quédate en el coche —me advierte en un tono glacial, sale del vehículo y desaparece en las entrañas de la casa sin volver la vista atrás.
—Y un huevo. Turco, quédate en el coche y por favor no hagas ruido —le susurro a mi perro antes de cerrar la puerta y seguir al chico.
Intento poner en práctica mi aprendizaje de ninja caminando sigilosamente hasta la cocina y me hago con un par de cuchillos de carnicero. Si los intrusos quieren problemas los van a tener, aunque si llevasen pistolas sería otro tema. Busco a Dante por la casa, muy atenta a cualquier otro movimiento. La vivienda no parece haber sufrido un robo ni de coña. Todo está en su sitio y sin una mota de polvo, como siempre. Subo las amplias escaleras que dan al segundo piso con el corazón en la garganta. Mi habitación está bien, al igual que el gimnasio. Oigo ruidos en el mini despacho. Con el pulso a mil, hago un entrada triunfal y espero ver al intruso. Tan solo Dante está aquí. El chico pega un bote en la silla del escritorio y al ver que se trata de mí se relaja. Me observa con el entrecejo fruncido y sonríe ligeramente cuando ve los cuchillos.
—Ya se han ido —informa—. ¡Maldita sea! –Golpea con los puños la mesa, la cual está hecha un desastre.
En realidad todo el habitáculo en sí está mal. Hay papeles y bolígrafos esparcidos por el suelo. Los libros, antes categóricamente ordenados, ahora se hayan desprovistos de varias páginas, que se unían con las que había en el suelo. Todos los cajones están abiertos y las sillas volcadas. Me entra pánico por segunda vez desde que vi la puerta destrozada. Melita... Sin pensarlo dos veces, dirijo mis pasos a la habitación de Dante en busca de la gata. La hecatombe también ha pasado por su cuarto. El armario de las armas abierto. Faltan las dos dagas con empuñadura de cuero con las que supuestamente iba a empezar a entrenar pronto. Mis amados karambits siguen en su sitio, tan falsamente inocentes como me lo perecieron al principio. Suspiro aliviada, dándome cuenta de la mala persona que soy. Me importan más unos cuchillos bonitos que el hecho de que hayan entrado en casa. Meneo la cabeza tan fuerte para despejarme, que parece que mi cerebro vaya a salir volando estampándose contra la pared más cercana. No veo a Melita por ningún lado. Mis ojos recorren todo el escenario de manera meticulosa hasta dar con unas gotitas de sangre que adornan el suelo y mi respiración se torna dificultosa y forzada. Por favor, que no esté muerta. Sigo el rastro, levanto la colcha azul oscura de la cama y examino la oscuridad. Uf... La gata está herida, pero viva. Unos ojos grandes y asustados me observan con inseguridad. Me deslizo debajo de la cama y de manera inverosímil, Melita no intenta sacarme los ojos con esas garras tan afiladas. No bufa ni gruñe cuando la saco de allí. Tiene un corte superficial en la base del cuello. Unos centímetros más arriba y le habrían seccionado la yugular. Por Dios, ¿qué ha hecho? ¿Enfrentarse al intruso? Si es así, voy a tener que preocuparme en serio por la seguridad de mi perro. Si ha sobrevivido a un arma blanca, entonces Turco no tiene nada que hacer contra ella. Me entra la risa nerviosa cuando la cojo en brazos y corro al despacho. El muchacho está enfrascado en la pantalla del ordenador, revisando las grabaciones de las cámaras de seguridad.
—¿Melita? —inquiere con la mirada.
—Está bien. Solo un corte superficial.
—No la encontré antes. Pensaba que se había escapado.
—¿No te has fijado que había sangre en el suelo?
—No. ¿Es profundo el corte? ¿La llevamos al veterinario?
Examinamos a la gata mientras la sostengo en mis brazos, no obstante, parece ser que esa era la única herida.
—Nada, puedo curarla yo. Ya no intenta hacer de mi cara un Picasso, aunque creo que si no la suelto pronto voy a morir. Me escuecen los ojos.
"Apchís". Estornudo sonoramente sobre la gata. Me clava un poco las uñas por el susto y me extraña que no me haya arrancado la punta de la nariz de un mordisco. En el gimnasio, cojo todo lo que necesito del botiquín que hay colgado en la pared. Antiséptico y algodón. No creo que necesite nada más. No recuerdo haber visto ningún gato con tiritas. El corte no es tan profundo como para tener que vendarla. Cicatrizará muy rápido. Melita no protesta ni siquiera cuando le aplico el antiséptico. Qué valiente, eso debe de escocerle un huevo. Es muy rara, pero supongo que está asustada y confía en un olor conocido. No es que me haya acercado mucho a ella; el olfato de los animales no tiene nada que envidiar al de los humanos y sabe que no le voy a hacer daño a menos que me ataque. Termino mi curación patosa e inexperta y pienso que la medicina no es mi fuerte, aunque no vendría mal tener unos conocimientos básicos. Tendría que dedicarme en un futuro a rajar maniquíes de entrenamiento. Eso sí que se me da de perlas. Al terminar vuelvo de nuevo con Dante, que sigue repasando las grabaciones.
—¿Cuántas cámaras tienes instaladas?
—Dos.
—¿Solo dos? —Abro los ojos a causa de la consternación—. ¿En una casa tan grande?
—Sip —se mantiene serio e inescrutable. Sin duda está loco.
—Eres demasiado confiado. Estamos a cuatro kilómetros de un pueblo en el que nunca pasan cosas de esta índole, pero no significa que haya que fiarse demasiado. ¿Has encontrado algo?
—Aquí, fíjate... —señala la pantalla y entrecierro los ojos para intentar descifrar ese lío de píxeles—. Esto ha sido unos seis minutos después de que nos fuéramos.
Una figura encapuchada y tapada de pies a cabeza salta la verja ágilmente. Ni siquiera se le ven los ojos, ya que lleva unas cutres gafas de sol.
—Y este es él, quince minutos después, saliendo por el jardín y dirigiéndose hacia el bosque —por cómo se mueve la figura, diría que es un hombre joven y deportista—. Voy a echar un vistazo fuera a ver si encuentro algo.