Mis dedos temblorosos buscan la lámpara de mi velador y cuando logro encenderla me siento a orillas de la cama con una mano contra mi pecho. Tengo taquicardia. Respirando profundo, pestañeo fuerte una y otra vez para intentar aclarar mi visión pero no tengo tanto éxito. Estoy tan mareada que dudo por un momento el haber despertado realmente.
–¿Qué me pasa?– susurro.
Una arcada me hace encorvar, necesito agua. Me refriego la cara para ayudarme a espabilar y limpio el sudor de mi frente mientras trato de calzarme las pantuflas. Aún desorientada, me levanto hacia la cocina. Sé que mamá y papá están dormidos, quisiera compañía pero no volveré a interrumpir su descanso, suficiente con haberlos asustado antes. Miedosa de la oscuridad, voy encendiendo todas las bombillas de la casa a mi paso, y ya frente al refrigerador decido mejor servirme un vaso de leche.
–Que sueño tan horrible... – digo para mí, muy bajo.
Estoy convencida de que ha sido sólo eso. Una pesadilla. Nunca he sufrido ataques espirituales pero creo que podría reconocer la diferencia. Sé que debo tener mucha ansiedad acumulada por todo lo que ocurrió: El susto que pasé en la calle con aquel viejo, la discusión con Galilea, el mensaje de Nathaniel. Mi pobre cerebro debe estar como huevo frito, por eso soñé cosas raras. Me arrepiento de haber dejado el teléfono en la habitación, me gustaría escuchar mi música justo ahora que estoy sentada en la barra del comedor rodeada del más absoluto silencio. Me relajaría más rápido. Suspirando, doy otro sorbo cuando un ruido estridente me sobresalta de la impresión un segundo antes de que algo en movimiento sobre el suelo me haga levantar de golpe. Tardo medio instante en reconocer lo que es, la tapa circular de una gran vasija de acero que adorna una de las repisas del pasillo. Rodando frente a mis ojos, pronto encuentra su caída y tras las acostumbradas vueltas se detiene por fin. Me levanto lentamente sin quitarle la vista de encima, intentando adivinar cómo se ha caído. Conozco bien como están puestas todas las cosas en mi casa, esa vasija siempre ha estado bien cerrada, así como vacía, es imposible que haya escupido su tapa cual corcho de un champagne. Pienso que el escándalo pudo haber despertado a mis padres pero no es así. Mi curiosidad en este momento es poco más grande que el miedo, así que tragando saliva, me asomo a la repisa.
Todo está exactamente como debe estar. Nada se ha caído, la vasija sigue parada en su sitio, nada la ha empujado. Intento pensar en una justificación lógica pero tengo que reconocerlo, no la encuentro. Sin atreverme a recoger la tapa del suelo y dejando a mi paso todas las luces encendidas, me devuelvo asustada a mi habitación, para mi sorpresa, encuentro cerrada la puerta. Me dispongo a abrirla cuando escucho caer las vajillas en la cocina, entonces ya no puedo más. Llamo a mi madre con voz fuerte aunque temblorosa, pero una sensación desesperante me asfixia. El ambiente se ha tornado pesado. Mi piel se eriza y de repente sé exactamente a donde mirar, descubriendo con horror lo que nunca deseé ver.
Parece una persona, pero sé que no lo es. Con un cuerpo en avanzado estado de descomposición y dos grandes tumores sanguinolentos en lugar de ojos, la criatura me observa agazapada en un rincón del techo. De su cráneo cuelga una larga cabellera negra y sus huesudos dedos parecen las extremidades de un reptil. El grito que escapa de mi garganta no satisface mi impresión ni me permite moverme, pero mis padres reaccionan por fin y salen a mi encuentro. Pienso que se espantarán tanto como yo, sin embargo sólo dedican su atención a mí.
–¿Qué te pasa?– pregunta mamá –¿Otra vez?
–Samantha, ¿Qué pasa?– repite papá, entre la preocupación y el enojo –Habla.
Casi en estado de shock, señalo hacia lo alto hecha un manojo de nervios, quiero vomitar. Ellos miran, pero no hacen nada.
–¿Qué?– dicen casi al unísono antes de volver a mí.
Quiero hablar, preguntarles y confirmar lo que ya sé, que no lo ven, pero no puedo. El pánico me tiene bien sujeta.
–¿Qué tienes?– mi padre me sujeta la cara, mis ojos no se apartan de la criatura que tampoco deja de observarme.
–¿Hija?– mamá intenta tocarme pero papá no se lo permite.
–Yo me encargo– le aparta las manos –Samantha, mírame, ¿Qué sucede?
El monstruo se arrastra adherido al techo un par de centímetros y yo me echo a gritar fuera de control con una crisis de pánico.
–¿Estará poseída?– la voz de mi madre se quiebra.
–¡No digas eso!– papá me sacude para hacerme entrar en razón –¡Samantha!, ¡Samantha, míranos!, ¡Estamos aquí!
Un escalofrío más espeluznante me obliga a girar sobre mi sitio y puedo ver una segunda criatura atravesar la puerta cerrada de mi habitación como si emergiera de arena movediza. Sus brazos esqueléticos están estirados hacia mí, y yo retrocedo en un acto involuntario sin superar mi estado. Ésta segunda criatura se deja caer al suelo, estirando su cuerpo en un ángulo antinatural para arrastrarse y yo paso mi vista de un espectro al otro. Por la manera en que se mueven pronto descubro que mis padres no les interesan, sólo se fijan en mí.
–¿Samantha?
Mi madre suena aterrorizada, pero sé que continúa sin ver lo que le rodea. Y yo, que me mantenía presa del espanto y la confusión, empiezo a correr a todo dar en cuánto ambos monstruos se retuercen enérgicamente para saltar hacia mí y perseguirme. Por supuesto mis padres vienen, intentando detenerme, y por supuesto yo no se los permito. Trastabillando por toda la casa me resbalo, me sostengo, y sigo corriendo, bajo las escaleras, abro la puerta con desesperación frenética para irme a la calle. Por un momento me planteo encerrarme en la cabaña del altar pero justo ahora me flaquea la fe, y sin embargo lamento no traer mi rosario santificado conmigo. Estoy llorando, estoy gritando, estoy clamando por ayuda sin pensar con claridad. Aún con las piernas débiles consigo ser más rápida que mis pobres y angustiados padres, a quiénes he perdido mucho antes de llegar a la avenida. Varias de las residencias frente a las que corro encienden sus luces para mirarme pero casi nadie sale a mi encuentro, y lo que es peor, de sus jardines emergen más espíritus demoníacos como los que me acosan, uniéndose a ellos. Los pocos vecinos que se asoman intentan advertirme a gritos y manoteos alguna cosa desde su pórtico, y no es sino hasta que escucho la sirena del tren que me doy cuenta de que estoy sobre los rieles. Las enormes luces que se acercan a mí con alta velocidad me enceguecen, y los alaridos de mis espectadores se opacan ante la estridencia de la máquina que está a punto de matarme. Al instante siguiente ya no sé si estoy muerta, pero caigo de boca al suelo, rastrillándome la cara y besuqueando tierra seca a la fuerza. Me doy la vuelta sobre mi sitio sin ver más de lo que puedo a la luz las estrellas, o sea nada. Fuera de mis sollozos, silencio absoluto, hasta que...