Leal a mi costumbre esta noche asistiré a la presentación de mi banda favorita. Los he seguido durante años y sin falta a todos y cada uno de sus shows. Me gusta lo que hacen, mucho, pero fuera de la música vibrante y poderosa que nace a partir de su talento, yo tengo una razón más personal para ser su espectadora fiel. Y mi razón es el guitarrista Nathaniel.
Soy ingenua, lo sé. Pero soñar es espontáneo y sencillo cuando conoces a quien es capaz de disipar todas tus sombras con su sola existencia. Cuando conoces a alguien que es capaz de hacer que veas al mundo lleno de color. Parece algo tonto enamorarse de los artistas, tienen sus vidas tan distantes de las nuestras y sin embargo yo me atrevo a fantasear.
No se trata de una banda muy famosa, sólo hacen giras nacionales pero siempre suenan en la radio local. Yo asisto a cada presentación para poder ver a mi guitarrista predilecto, para estar cerca, para convencerme de que es real. Aunque no me conozca, hace un par de años que decidí hacerle llegar algunos regalos. Jamás se fijaría en mí, por supuesto, pero eso no puede impedirme darle lo que es suyo: amor. Por eso mis regalos no son tangibles, mis regalos para él tenían que ser magia, magia como él. Así empecé a escribir poesía. Inspirándome en su nombre, escuchando sus acordes, intentado plasmar lo que me hace sentir cuando lo sueño.
Cada noche, durante cada presentación, a escondidas le hago llegar una carta con unas líneas líricas y el recorte de una fotografía. Me pareció original y divertido. Siempre fotos de una única parte específica de mí: mi cuello y el medallón que siempre llevo, un guardapelo que custodia celosamente dos retratos de él. Nathaniel lo sabe, digo tiene que saberlo, pues a veces fotografío el guardapelo abierto. De esta manera y aunque no sepa mi identidad, él sabrá que cada carta, cada poema, son mis regalos para él. Lo he hecho de este modo para que pueda asociarlos todos, para que los atribuya a mí, su admiradora incógnita.
Pienso en esto mientras cruzo las puertas donde la banda estará hoy. No son el atractivo principal, esta noche abren para otra de mayor popularidad y que es la que ha llenado el club.
El volumen de la música de fondo llena mis oídos y me encuentro con los cientos de cuerpos que se mueven a su ritmo. Diversas luces encienden y apagan incesantemente. Una enorme pantalla sobre el escenario muestra distintas imágenes aleatorias y yo me emociono, porque sé que dentro de unos minutos el nombre de los músicos aparecerá sobre nuestras cabezas.
Sorteando a los asistentes me acerco lo más posible a las primeras filas hasta que un grupo me bloquea por completo. Estoy nerviosa. Acaricio mi guardapelo y lo beso, manteniéndolo en mi mano, me aferro a él. Empiezo a estudiar el club y a pensar de qué manera haré llegar la carta de hoy, siempre es distinto. Cuando todos a mi alrededor gritan excitados, el momento ha llegado, comienza el show y las personas a mi alrededor me empujan, un chico a mi lado pierde el equilibrio al saltar y resbala sobre mí, raspando un poco mi brazo y haciéndome trastabillar. Lanzo un quejido pero me concentro en el escenario, entonces veo que los integrantes de la banda empiezan aparecen.
Calor, cuerpos apretados, perfumes, tabaco, alcohol, euforia, todo se mezcla en el aire. Suenan las primeras notas musicales que retumban fuertemente en una explosión de satisfacción, emociones, luces, y energía. Para mí, los ruidos ajenos están apagados pues mi atención está totalmente dirigida a él. Nathaniel, el increíble y mágico chico de mis fantasías, el autor y musa de mis poesías está nuevamente a escasos metros de mí, pero tan lejos al mismo tiempo. No puede verme en medio del público que salta y se agita al compás de la música, y no me importa, porque desde mi lugar yo puedo contemplarle. Sin que nadie lo note, llevo mis dedos sobre mis labios y le mando un beso. Tomo un retrato con mi teléfono y me empiezo a mover, fiel a mi costumbre, para hacer llegar la carta pronto. La primera parte del show siempre es la más fácil para lograr mi cometido.
Mi acceso hacia los camerinos se ha hecho más rudo con el paso de los años, a medida que crece la popularidad de la banda, crece también la seguridad en torno a ellos. Eso sin mencionar la posible amenaza de que Nathaniel se haya ideado un modo de descubrir in fraganti a su admiradora. Pienso que los conozco. Siento a cada integrante como un amigo, así los imagino, creo que de tanto idealizar el compartir mi tiempo con ellos tengo un montón de anécdotas irreales. Podría apostar que hasta sé cómo viven cada uno su cotidianidad. Me pregunto si Nathaniel algún día les hablará de mí...
Hoy estoy decidida a valerme de uno de mis trucos más arriesgados: Hacerme pasar por una empleada del club. Sorteando a algunos guardias y filtrándome por los pasillos, consigo llegar hasta las áreas prohibidas. Antes de que la banda pase a su próxima canción ya debo estar de regreso. Recorriendo el corredor fingiendo conocer el sitio y andando con naturalidad estoy por llegar a lo que seguro es el camerino... Cuando uno de los organizadores del club me pesca.
–¿Qué crees que haces?– me pregunta. Yo no sé qué decir.
–Lo siento...– estoy a punto de confesarlo todo.
–¡Ya viene tu turno!– me interrumpe, haciéndome dar la vuelta y pastoreándome.
–¡¿Qué?!
–¿Eres una de las bailarinas de los teloneros o no?
No, no, no, ¡No puede ser!, ¡Esto está monumentalmente mal!, ¿Qué voy a hacer? La música y las luces se intensifican y yo entiendo que estoy a un par de metros del escenario, el hombre me arrastra hacia el vestidor.
Pensando rápido me acuclillo en el suelo, fingiendo un esguince.
–¿Qué pasa?– me cuestiona.
–No creo que pueda hacerlo.
–¿Qué demonios es esto?
No me he dado cuenta, al acuclillarme, he dejado en evidencia la carta que traía escondida. Me llevo un puño a la boca en un acto involuntario. Y por si los males fueran pocos, la banda ha entrado en un corto receso mientras las bailarinas ocupan su lugar.