Esa noche se despertó a las 2:22 de la mañana. Esa alarma nunca había existido. Aún faltaban ocho minutos. Él nunca lo notó.
Se volteó al igual que un animal herido para apagar el celular. Con las lagañas crujiendo alrededor de sus ojos, tomó con asco la pastilla verde de su mesita de luz. No sabía quién era más ridículo: si el doctor que le había cambiado la medicación o él mismo por haber vuelto a dejar la luz del baño prendida. Todavía no se acostumbraba a vivir solo, ganar hábitos.
En su galería de imágenes recordaba con claridad haberla apagado, pero se permitió dudar de sí mismo. La edad… culpaba su edad. Porque no era su culpa olvidarse de las cosas, no tener las mismas fuerzas de antes, no sentirse tan feliz como solía serlo, no. Claro que no era su culpa. Sabía muy bien que no había decidido enfermarse. Así que culpaba a su edad, al tiempo y a la luz del baño que debía estar apagada.
Con el corazón acelerado, ignoró las voces de todos los médicos y familiares que clamaban querer ayudarlo. El bastón continuaría acumulando polvo. Era un insulto utilizarlo cuando todavía podía sujetarse de las paredes.
Sin levantar los pies, apagó la luz antes de entrar al baño. La sobriedad de la oscuridad lo emborrachó con diferentes imágenes de su pareja. Distante, uno de sus mayores miedos comenzó a manosearlo: la cara de su amante comenzaba a desdibujarse.
Pero eso sí que no podía permitirlo, porque no sería capaz de encontrar a otro culpable más que sí mismo. Sus manos comenzaron a temblar. ¿Ansiedad? ¿Pánico? ¿Ambas? Su habitación se había encogido, estaba seguro. ¿La oscuridad también era capaz de consumir el oxígeno? No podía olvidarlo, no podía ser tan desleal. Quiso prender la luz para encontrar la foto de ambos que guardaba al lado del lavamanos. Tal vez incluso ahora comenzaría a dejarla prendida por las noches, ¡lo que fuera necesario!
La luz logró hacerse presente, pero por detrás suyo, desnudándolo. El cariño del calor lo inundó y lo perturbó en la misma medida. No tenía velador, no tenía luces de adorno, no tenía nada más que la luz del techo, y estaba apagada.
Y así como esa era la única luz en la habitación, él era la única persona en ella. Sus rodillas se debilitaron, y aunque sus ojos lograron posarse sobre la foto de manera victoriosa, ni el rostro que tanto había buscado lo acompañó. Brillante, amarilla, sabía muy bien lo que era: una linterna.
- Ya llamé a la policía –mintió.
Nadie le respondió. La luz se posó una vez más sobre su espalda, examinándolo.
- Tengo un botón antipánico, así que tomá lo que quieras y andate.
Desprotegido, deseó haber tomado su bastón. Patético, deseó haber podido controlar su voz.
Por favor, andate… suplicó.
Un ronroneo similar al de un gato lo descolocó. Era el momento, tenía que voltearse. Sus manos empujaron la pared. Estaba listo para enfrentarlo, pero ya no pudo continuar.
Frente a él, dos ojos amarillos lo observaban desde la cama. Sentado, un cuerpo invisible invadía las sábanas.
Su mente quedó en blanco. Cuando sus rodillas colapsaron, los focos amarillos enfocaron el bastón obligándolo a llegar hasta su dueño. A penas logró sujetarse, pero lo dejó caer al piso cuando pudo volver a sostener de la pared.
- ¡No! –gritó vaciando sus pulmones. Irreal. Peligro. Esas fueron las únicas palabras que pudo encontrar.
Los ojos volvieron a posarse sobre el bastón. Un segundo después, volvía a flotar al lado del hombre.
- No quiero sufrir –pudo tartamudear-. Por favor, no quiero sentir dolor, no quiero, no quiero…
El ser ronroneó más fuerte, así como los temblores del hombre también se incrementaron.
- Tengo plata guardada, ¿está bien eso?
No obtuvo respuesta, solo la constante sensación de que se le acababa el tiempo.
- Por favor… no entiendo qué…
El bastón chocó contra su cuerpo con extrema delicadeza.
- ¿Sí? ¿Eso querés?
El brillo lo cegó casi al instante. No pudo hacer más que aceptarlo. Y entonces volvió a ocurrir: el calor envolvió su mano con el cuidado que solo alguien que te quiere puede ofrecerte. Sus latidos se calmaron y su voz reflejó una confianza que comenzaba a ser verdadera.
- ¿Qué querés? –logró decir.
Eso era todo lo que necesitaba escuchar el ser. Sus ojos amarillos iluminaron la cara del hombre, y la plenitud lo invadió. El calor, el amor, todo estaba ahí, en frente suyo. La fuerza lo reanimaba, el brillo lo reconstruía. La pureza volvió a emborracharlo.
Cuando sus músculos pudieron comenzar a aflojarse, el ser bajó la mirada. El hombre se dejó caer contra la pared, mareado, fascinado, preocupado. No se atrevió a soltar su bastón.
- Necesito entender… -murmuró-… ¿Qué sucede?
Los ojos no se levantaron del piso. De hecho, comenzaron a perder intensidad.
- ¿No vas a decir nada? ¿No podés hablar?
Los rayos de luz se tornaron más chicos, los ojos se estaban cerrando. El miedo reapareció en el cuerpo del hombre, el peso de los años, de su enfermedad. Podía sentir cómo la juventud que esos ojos le habían recordado se iba evaporando. El tiempo volvía a acecharlo para robarle el cuerpo. Eso tampoco podía permitirlo.
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Editado: 16.01.2022