PRIMER ACTO
Capítulo 1. El tesoro robado.
En el reino de Valle Roble.
Aprovechando la enorme distracción que el cumpleaños del rey Moal generó en el pueblo, fue robado uno de los tesoros de Valle Roble. Sobre los tejados de las casas corrían a toda velocidad tres guardias para intentar alcanzar a un evasivo ladrón. En medio del vaivén de la persecución, era posible hacer contacto visual con el objeto hurtado, pues de la mano del prófugo se asomaba el cuello de la botella que contenía aquel líquido con un valor descomunal en el mercado. A los persecutores les urgía recuperar eso antes de que llegara a caer en manos equivocadas y pudiera generar un daño importante al reino. Sin embargo, las pesadas armaduras les jugaban en contra a los guardias, pues debían hacer un esfuerzo mayor y poco a poco se iban quedando sin aire. Uno de ellos se dio cuenta de que esto sería insostenible, así que sacó un cuchillo y lo lanzó con fuerza hacia la espalda del evasor. Contaba con completa autorización para asesinarlo, siendo la máxima prioridad regresar el tesoro a la bóveda en donde estuvo guardado. El ladrón contrajo el cuerpo hacia un costado y con ello se salvó de una herida mortal, pero pronto se percató de que ese primer cuchillo era sólo el anticipo de una lluvia de afiladas dagas que se dirigían hacia él. No había manera de esquivarlas todas, así que dejó caer el peso de su cuerpo sobre un tejado para colapsarlo e introducirse en la casa. Una vez dentro, buscó la ventana más próxima y la rompió para volver a salir. Continuó con su escape, columpiándose entre tuberías y columnas.
Cada vez se distanciaba más de sus perseguidores, podía sentir cerca el éxito de su misión. No era coincidencia que esto estuviera sucediendo así, quien lo contrató lo hizo pensando en sus habilidades acrobáticas y su velocidad. Entonces el ladrón dio vuelta en una esquina en donde al fin pudo perderlos de vista. Aterrizó en un callejón, en donde pudo cambiarse de ropa para buscar engañar a los guardias. Posteriormente consiguió integrarse a una concurrida calle por personas que miraban emocionadas los fuegos artificiales en el cielo por motivo de las celebraciones del rey –un producto sumamente novedoso, con base en las creaciones previas del visionario inventor Orsso–. Parecía que el robo se había concretado con éxito.
Caminó entre la multitud y se ufanó de su victoria, pasando a comprar una manzana con caramelo en un puesto callejero como modo de celebración. Después avanzó con rumbo al sitio pactado para la entrega del frasco, entrando poco a poco por calles más estrechas en donde se iba diluyendo la afluencia de gente. Cuando dio vuelta en un recodo, chocó contra un muro sólido como el concreto que lo sentó en el suelo, haciéndolo tirar al piso su manzana de celebración. Lo había derribado el pecho del general Haggif, quien lo esperaba cruzado de brazos.
-Se acabó la aventura, ladrón. Dame la poción o muere en este momento.
El general Haggif era un hombre de gran tamaño. La armadura plateada del reino, que solía parecer voluminosa en el resto de los guardias, lucía ceñida en su cuerpo. Era fácil distinguirlo por esa corpulencia, sus abundantes cejas y un bigote café que le aportaban todo el pelo presente en su cabeza calva. Su reputación le precedía, todos en el pueblo sabían de su gran poder. El joven prófugo se llenó de terror, jamás imaginó que el mismo general Haggif fuera parte de su persecución. Esto superaba sus expectativas y él sólo pudo seguir sus instintos; salió corriendo de vuelta por donde había venido. Comenzó a trepar hacia las partes altas de las casas para volver a huir sobre los tejados, pero el problema era que estaba cerca de la salida del reino, y ahí las construcciones no eran muy elevadas ni robustas. Cuando pudo poner sus pies en el primero de los techos, sintió cómo el general desprendía la base de la edificación con sus brazos, consiguiendo sacarlo de balance y derribarlo.
-Te voy a dar una última oportunidad de salvarte, mocoso. Dame ese frasco.
El ladrón volvió a darle la espalda y buscó correr lo más rápido que pudo. Saltó sobre una pequeña vivienda y aceleró en zigzag sobre los tejados para intentar evadirlo. Haggif no lucía impresionado por esos ágiles movimientos aminorados por la falta de un suelo firme en dónde apoyarse. Las láminas de madera que cubrían esos hogares pobres se desprendían al primer contacto con la planta del pie de quien corría sobre ellas.
-He visto acrobacias mucho más asombrosas que eso, niño. –Comentó el general mientras continuaba con su trote.
Haggif dejó asomar el filo de su daga, preparándola para ser usada en contra del ladrón. Cuando decidió liberarla, el arma voló por el aire a una velocidad descomunal. El corredor logró percibirla y contrajo el cuerpo, pero en esta ocasión no consiguió retraerlo por completo hacia un costado. Su brazo derecho no terminó la trayectoria y la daga impactó de lleno en el cuello de la botella. La base del recipiente cayó por una abertura del tejado y se deslizó rápidamente al interior de una pequeña casa. El ladrón y el general Haggif sólo escucharon aterrados el estallido del vidrio haciendo contacto con el piso.
Editado: 29.04.2022