Mari
Salí de la sala con las mejillas todavía ardiendo y el pulso en las costillas.
“Ese color de pelo te queda bien.”
La frase me siguió hasta el pasillo. No era gran cosa. O sí. No lo sé. Lo dijo sin afectación, sin una sonrisa burlona ni tono de coqueteo barato. Solo lo soltó, como quien deja caer una verdad incómoda sobre la mesa y se va.
Y yo… respondí como pude. Un “gracias, inspector” atropellado, con voz baja y ganas de salir volando.
¿En qué momento esto se volvió tan complicado?
No era el comentario en sí. Era todo lo que venía detrás. La cena, el silencio entre plato y plato, su risa contenida, su mirada blanda cuando pensé que me iba a mandar al archivo como castigo... y luego lo hizo. Pero no como castigo. O sí. No lo sé. Estoy empezando a dudar hasta del suelo bajo mis pies.
Conducir hacia el Archivo Central me sirvió para enfriar la cabeza. Más o menos. Porque, por mucho que intentara enfocarme en el caso, en el informe perdido, en la orden del comisario que llevaba en la mano, no podía evitar que mi cerebro volviera una y otra vez a esa noche. A ese momento. A esa confesión absurda sobre un peluche volador que, por alguna razón, me pareció más íntima que cualquier beso.
Apreté el acelerador.
El Archivo estaba al otro lado de la ciudad, y tenía muchas ganas de resolver este problema hoy mismo, para llegar a William con toda la documentación en su sitio, como una triunfadora. Entré, noté un olor específico, artificial. Luces tenues. Gente que hablaba bajo, incluso cuando no había nadie más. No había ventanas. Solo estanterías infinitas, números de referencia y silencio.
Cuando llegué, me recibió una mujer de aspecto severo, con gafas cuadradas, cabello gris recogido en un moño imposible y una bata blanca que parecía una reliquia de guerra. Ni un saludo. Solo un alzamiento de cejas al ver la orden oficial en mi mano.
—¿Qué está buscando? —preguntó con una voz que parecía no necesitar vocales.
Me presenté, le di el número del caso y la orden del comisario. Ella digitó durante un minuto, sin mirarme. Luego se levantó y sacó la misma carpeta que me enseñó William. La repasé rápidamente y dije a la mujer:
—Necesito informes que faltan, lo del forense, de los químicos y del inspector que llevó este caso. Tampoco está la orden judicial para cerrarlo.
—Está todo —murmuró, frunciendo los labios.
—¡No puede ser! —exclamé—. Yo misma traje esta carpeta aquí y la registré. Sé perfectamente qué documentación había.
—Lo siento, agente Álvarez, pero eso no es posible —dijo la mujer, con voz de enfermera de escuela católica y una precisión que daba miedo—. Aquí no desaparece documentación. Aquí todo se registra. Aquí todo se firma.
La mujer no era mayor, ni joven. Ni simpática, ni hostil. Era una de esas funcionarias que han alcanzado el equilibrio perfecto entre el poder absoluto y la negación absoluta del mismo.
—Pero este expediente no está completo —dije, mostrando la carpeta incompleta con gesto contenido—. Yo misma vi la versión original hace un par de meses. Había veinticinco páginas. Ahora hay dos y media. Falta la declaración del forense, la cronología, la autopsia, la declaración de los testigos y el informe de campo.
Ella no se inmutó. Ni un parpadeo.
—¿Y está segura de que fue este caso?
La miré con calma. Conté hasta tres.
—No lo soñé, si es lo que insinúa. Mire usted misma qué nombre está en la casilla “Entregó”.
La mujer asintió como si estuviera escuchando una historia sobre ovnis, pero comprobó.
—Entiendo, agente María Álvarez. Pero, como le digo, no hay constancia de ninguna extracción parcial de ese expediente. Solo puede hacerse con autorización específica. Y si alguien la hubiera pedido, estaría en el registro. Pero no lo está.
Me mostró la pantalla. Una lista de entradas y salidas. Fechas. Firmas. Todo impecable.
—Ese caso había sido archivado el 15 de noviembre. Y desde entonces, nadie había vuelto a pedirlo. Al menos, oficialmente.
—Entonces… —dije, tratando de no sonar paranoica— ¿podría alguien haber retirado parte de la documentación sin dejar rastro?
—Eso no ocurre aquí —respondió ella, con una serenidad que bordeaba lo inquietante—. Sería una grave violación del protocolo.
—Justamente por eso estoy aquí.
Silencio. Solo el sonido del reloj de pared, marcando que el tiempo seguía su curso, aunque los papeles no.
Algo no cuadraba. No me hacía falta una teoría conspirativa para saber que los informes no se evaporan. Alguien los sacó. Alguien con acceso. Alguien con intención.
Y, por primera vez, entendí que este caso no solo estaba mal cerrado. Estaba enterrado porque alguien no quería que saliera a la luz. Lo que no sabía aún… era por qué.
No tenía nada más que hacer allí.
La encargada del archivo fue clara, seca y casi ofendida ante la insinuación de que su reino de estanterías hubiera perdido un simple expediente. Y tenía razón. Aquello no era un desliz administrativo. Era algo hecho a propósito. Algo deliberado.
Salí del Archivo con la orden todavía en la mano, pero ya sin fuerza en los dedos. Me temblaban un poco, no de miedo… sino de esa mezcla entre impotencia e intuición. Sabía que había algo podrido detrás de ese caso. Lo sentía en el estómago. Pero sin pruebas, todo eran sospechas. Y el tiempo corría.
Tenía que hacer algo. Lo que fuera.
Así que me dirigí al lugar más obvio: mi antiguo trabajo.
El despacho de Documentación Judicial y Tramitación Penal estaba en el ala más antigua del edificio. Allí había pasado dos años, aprendiendo cómo se construyen los expedientes desde cero, cómo se gestionan las solicitudes, quién firma qué y dónde se guarda lo que se supone que nadie debería tocar.
No esperé a que alguien me preguntara nada. Crucé los pasillos hasta la última mesa de la izquierda. Allí, como siempre, seguía Lidia.
Me miró con la misma desconfianza de siempre… y un matiz de lástima mal disimulada.
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Editado: 03.07.2025