William
El sonido del cerrojo fue distinto esta vez, posiblemente porque lo esperaba. No era el chirrido áspero de antes, ni el golpe brusco del guardia trayendo comida. Era más limpio, más firme. Como si alguien, del otro lado, supiera que algo definitivo estaba por suceder.
Me levanté sin preguntar. Ya no hacía falta.
Caballero había cumplido su palabra.
Regresó con una carpeta bajo el brazo y una media sonrisa que no alcanzaba a sus ojos. Su tono era sereno, como siempre, pero había algo distinto en su forma de estar. Una rigidez tensa. Determinación. Había presentado el requerimiento, había presionado a los contactos correctos y —aunque jamás lo admitiría en voz alta— había metido miedo donde hacía falta. Sabía moverse. Sabía negociar. Y sabía qué cuerdas apretar cuando la ley no bastaba.
No hubo celebración.
No levantamos el puño.
No dijimos “lo logramos”.
Él solo me miró y dijo:
—Está usted libre.
Y eso fue suficiente.
Un nuevo guardia —más joven, con cara de no entender bien el oficio— me hizo una seña con la cabeza.
—Puede seguirme —dijo sin mirarme.
Lo seguí. No con esperanza, ni con euforia. Solo con el peso de los días que acababan de pasar encima. Los pasillos eran los mismos, claro. Grises, iluminados por fluorescentes moribundos. Pero ya no los reconocía. Se sentían más largos, como si la arquitectura se hubiera estirado en mi ausencia. Como si el encierro me hubiera achicado, reconfigurado por dentro.
Pasamos dos puertas, una escalera de servicio, un pasillo sin ventanas.
Entramos a la trastienda, donde se devolvían las pertenencias.
Todo estaba sobre una bandeja plástica: mi reloj, el cinturón, las llaves del coche, mi teléfono.
Pero no estaba lo más importante.
La carpeta.
Los informes. El pendrive. Las grabaciones.
—Falta algo —dije, con la voz más controlada de lo que me creía capaz—. Llevaba una carpeta el día que me detuvieron. Documentos impresos. Un USB dentro.
El policía al otro lado del mostrador frunció el ceño.
—No hay constancia de ninguna carpeta. Esto es todo lo que figura en la ficha —dijo sin emoción, señalando la bandeja.
Me giré hacia Caballero.
—La tenía en la mano cuando me arrestaron. ¿Puede verificarlo?
El policía reaccionó antes que él. Sacó una hoja con sellos y firmas, y la colocó frente a nosotros.
—Aquí está el acta de incautación. Lo que no está aquí… no se registró.
Miré el papel. Todo estaba en orden. O demasiado en orden. Cada objeto detallado con precisión, como si alguien hubiera tenido especial cuidado de que esa carpeta no apareciera nunca.
Caballero leyó por encima. No dijo nada, pero su mandíbula se tensó.
Yo entendí. No hacía falta más.
—Probablemente me equivoqué —murmuré—. Puede que la dejara en otro sitio antes del incidente.
El policía asintió con desgana. Para él, el asunto estaba cerrado.
La carpeta que Salvatierra se había llevado con ese aire frío y calculado, contenía todo: las grabaciones, los documentos, las pruebas del encubrimiento con los números de las maletas, el video del garaje de Staski. Y ahora, habían desaparecido sin dejar rastro. Salvatierra se aseguró de que nada quedara registrado oficialmente. Ya no me quedaban dudas: todo este montaje, mi arresto, el aislamiento, incluso la rapidez del operativo… había sido orquestado con un único objetivo: arrebatarme las pruebas que señalaban al verdadero culpable. Las mismas que podían hundir a Salvatierra, porque fue él quien alteró los documentos del expediente que entregamos. Y yo, como un ingenuo, no hice copias. Jamás creí que podía caer en una trampa tan burda. Pero caí. Como un principiante.
Caballero me echó una mirada de reojo. Sabía que me estaba tragando una bronca monumental. Pero también sabía que no era el momento de discutir. Ya habría tiempo para preguntas, para gritos, para ir al fondo de todo.
Me acompañó hasta la salida con una elegancia medida.
—Diríjase al estacionamiento, donde le aguarda un conocido —dijo, abriéndome la puerta—. Mañana tendremos una nueva reunión en mi despacho. Descanse, señor Morales. Le hará falta.
El aire exterior me golpeó en la cara como si me lanzaran un balde de realidad. No era limpio. Olía a gasolina caliente, a polvo acumulado y a humedad de la tarde. Pero era aire. Aire libre. Y por primera vez en días, podía respirar sin permiso.
Frente a la puerta trasera de la comisaría, estacionado junto al bordillo con las luces apagadas, lo vi. Steven.
Estaba apoyado contra su coche, con una chaqueta marrón arrugada y esa cara de tipo que ha dormido poco y discutido mucho. No se movió cuando me vio. Solo alzó una ceja. Pero sus ojos dijeron todo lo que no dijo su boca: alivio, rabia contenida y una gratitud silenciosa por no haber tenido que buscarme en una morgue.
Caminé hacia él con paso lento. Las piernas me pesaban como si siguieran atadas al concreto de la celda.
—Te ves como una mierda —dijo, al fin.
—Tú también —repliqué.
Nos abrazamos, rápido y seco. A lo hombre. A lo hermano.
—Súbete. No vamos a quedarnos aquí ni un segundo más.
No pregunté adónde íbamos. No importaba.
Todo lugar era mejor que el limbo donde me habían tenido.
Mientras arrancábamos y dejábamos atrás los muros, las cámaras y los cerrojos, el aire empezó a pesar un poco menos. Pero la tensión seguía enroscada dentro como un resorte. Saqué el teléfono.
Varias llamadas de Mari. Una avalancha de mi madre.
Tragué saliva. Lo emocional venía ahora.
Y no había abogado que pudiera defenderme de eso.
Marqué el número de mi madre. Apenas respondió, explotó.
—¡William! ¿Pero en qué cabeza cabe desaparecer así? ¡Pensé que te habían secuestrado, matado, arrojado a un barranco! Mari me avisó, pero no dormí en toda la noche. ¡Toda la noche, William!
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Editado: 02.08.2025