Golpe de suerte

tres

La recomendación de Dante había sido perfecta. Pinecrest Security trabajó rápido y, tal como él había prometido, Jake le ofreció un precio más que justo por un paquete básico pero efectivo: dos cámaras con visión nocturna, una apuntando a la entrada y otra, fundamental, hacia la caja registradora y la puerta trasera, todas conectadas a una aplicación en el teléfono de Cassandra.

La instalación ocupó casi toda la mañana. Mientras los técnicos taladraban y colocaban cables, ella sentía una mezcla de alivio y nostalgia: su pequeño refugio de inocencia ahora estaba bajo vigilancia. Pinecrest le recordaba, de manera inevitable, que la vida no siempre era dulce y tranquila como ella deseaba.

Cuando los técnicos se marcharon, volvió a su rutina: preparar masas para el día siguiente, decorar un pastel de cumpleaños con buttercream de colores y atender a los clientes de la hora del café que se llevaban cupcakes y galletas.

Pero su mente no estaba del todo en el trabajo. Se encontraba pensando una y otra vez en un policía de sonrisa fácil y profundos ojos azules.

Cada vez que sonaba la campanilla de la puerta, su corazón daba un pequeño salto de esperanza, solo para desinflarse cuando entraba un cliente habitual o un turista despistado. Se sentía tonta. ¿De verdad esperaba que él apareciera de nuevo? Tenía una ciudad que patrullar, asuntos más importantes que revisar a una panadera despistada que había dejado su caja sin vigilar.

Y entonces, mientras limpiaba el vapor de la vitrina de los cupcakes ya vacía, vio la figura familiar cruzar la calle con un caminar despreocupado pero alerta.

No estaba en el coche patrulla, sino a pie, haciendo una ruta de vigilancia por la acera. El sol de la tarde tardía se reflejaba en su cabello oscuro y su uniforme azul parecía impecable incluso después de lo que debía ser un largo turno. Caminaba con una confianza tranquila, intercambiando unas palabras con el dueño del quiosco de periódicos de la esquina.

Una oleada de nerviosismo y emoción la recorrió. ¡Es él!

Sin darle tiempo a que sus nervios la traicionaran, Cass se quitó el delantal, se pasó rápidamente las manos por el pelo para alisarlo y tomó decisión. Abrió la puerta de la pastelería, haciendo sonar la campanilla con más fuerza de la necesaria.

—¡Oficial Greyson! —llamó, su voz sonando un poco más aguda de lo usual.

Dante, que ya se alejaba, se detuvo en seco y se volvió. Al reconocerla, esa sonrisa amplia y fácil que tanto la había cautivado iluminó instantáneamente su rostro. Cambió su rumbo y se dirigió hacia ella, cruzando la calle con unos pasos largos.

—¡Cassandra! Buenas tardes —Se detuvo frente a ella, en la acera. Su presencia era abrumadora—. ¿Todo bien? ¿No ha pasado nada, espero?

—Oh, no, no. Todo está perfectamente bien —se apresuró a decir ella, sintiendo que se ruborizaba—. Mejor, de hecho. Quería... agradecerte. Tu recomendación fue maravillosa. Los de la empresa de seguridad vinieron esta mañana. Ya tengo todo instalado.

Señaló con la cabeza hacia dentro, hacia la pequeña cámara discreta en el techo.

Los ojos de Dante siguieron su gesto y asintieron, satisfecho.

—Eso es una gran noticia. Jake es mi hermano, y créeme, sabe lo que hace. Si no te dio un buen precio, dímelo, que le doy un par de golpes la próxima vez que lo vea —añadió con una media sonrisa orgullosa.

—Sí, todo estuvo increíble —admitió Cass, con una sonrisa sincera que le suavizó el rostro. Pero en cuanto notó que la conversación podía desvanecerse y él marcharse, un nudo de urgencia le apretó el pecho—. La verdad es que me siento mucho más tranquila ahora. Como si me hubieras quitado un peso enorme de encima —respiró hondo, buscando una forma elegante de retenerlo un poco más—. Y, bueno… siendo tú el responsable de esta paz mental, lo mínimo es que te dé algo a cambio. ¿Qué opinas de unos éclairs de chocolate? Acabo de sacar una bandeja del horno.

Dante rio, un sonido cálido y genuino que se mezcló con el ruido del tráfico.

—¿Estás intentando sobornar a un oficial de la ley con pastelería de primera, Cass?

Ella le siguió el juego, poniendo una expresión de falsa inocencia.

—¿Soborno? Yo lo llamaría... un gesto de buena vecindad. Solo quiero fomentar las relaciones entre la comunidad y la policía.

—Ah, ya veo —dijo él, cruzándose de brazos pero sin poder disimular su diversión—. En ese caso, como oficial dedicado a servir a la comunidad, me veo obligado a aceptar, para no dañar dichas relaciones.

—Es tu deber —afirmó Cass, triunfante—. Espérame un segundo.

Entró rápidamente en la tienda, su corazón palpitando de alegría. Escogió dos de los éclairs más perfectos, los que había reservado casi sin pensar para una ocasión especial, y los colocó en una cajita de cartón pequeña. Al salir, lo encontró justo donde lo había dejado, observando el ajetreo de la calle con una mirada profesional, pero relajada.

—Para ti —dijo, entregándole la caja—. Uno para ahora y otro para después de tu turno. Hay que combatir el bajón de azúcar.

Él tomó la caja y la abrió, mirando los pastelitos con aprecio genuino.

—Se ven increíbles. Muchas gracias, Cass. De verdad —Cerró la caja y la sostuvo con cuidado antes de guiñarle un ojo—. Esto vale mucho más que una recomendación.

—Te los mereces —dijo ella sinceramente—. Fuiste muy amable conmigo en un momento... pues, de bastante pánico.

—Es parte del trabajo —repitió él, aunque esta vez su voz sonó más cercana, casi suave. Sus ojos buscaron los de ella y permanecieron ahí, sosteniendo un instante que se sintió cálido y ligero, como si el tiempo hubiera decidido hacer una pausa solo para ellos. Finalmente, con una media sonrisa, añadió—: Claro que… no todos los días me agradecen con éclairs recién hechos. Diría que vas a malacostumbrarme.

—Entonces tendré que asegurarme de mantener ese estándar —respondió Cass, dejando escapar una sonrisa que intentaba sonar ligera, aunque en su interior latía algo mucho más profundo.




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