Guardianes Del Sueño

Capítulo 17: El Crisol de la Objetividad

El destino, ese hilo invisible, ya había trazado el camino. Ahora solo quedaba ver si mi lealtad a la ciencia podía romperlo, o si el amor, inesperado y prohibido, sería la verdadera cura. El Land Rover devoró los kilómetros de la Patagonia, dejando atrás Cobre Muerto, su murmullo constante y la figura estoica de Martín Herrera. Al llegar a la capital, el caos de Buenos Aires me golpeó: el tráfico incesante, el bullicio de las avenidas, la gente corriendo. Un contraste brutal con la calma densa del pueblo.

Mi departamento, mi habitación, se sintieron extraños, amplios, silenciosos de una manera que ya no me resultaba familiar. Esa noche, me acosté en mi propia cama individual, esperando la temida aversión. Cerré los ojos, el miedo al insomnio acechando. Pero, contra todo pronóstico, dormí. Dormí profundamente, como si nada me pasara, como si la soledad no fuera una amenaza. Mis sueños fueron fragmentos de rostros de Cobre Muerto, de la voz grave de Martín, de la sensación de sus manos cuando me había abrazado. Me desperté descansada, una extraña paradoja que mi mente científica no lograba comprender del todo. ¿Era la distancia de Cobre Muerto lo que había roto el hechizo? ¿O era la memoria de la compañía, la certeza de que él había estado allí, lo que me permitía descansar en la soledad física?

La mañana llegó con la promesa de un día soleado, típico de Buenos Aires en esta época. Me acerqué a la ventana de mi living. Abajo, en la Avenida Libertador, los autos pasaban a toda velocidad, un río metálico y ruidoso. A lo lejos, se alzaban las siluetas de los rascacielos y, más allá, el verde expansivo de los parques de Palermo. La vista era familiar, el aire menos puro que en la Patagonia, pero cargado con la energía de la gran ciudad. Con mi taza de café humeante en la mano, suspiré. Había llegado el momento. El momento de enfrentar las preguntas, de defender mis informes, de intentar explicar lo inexplicable a un comité que solo entendía de números y certezas.

La sala de juntas del Instituto era un espacio imponente, dominado por una larga mesa de caoba pulida. Alrededor de ella, seis rostros se alzaban para recibirme. El Dr. Benjamín Ríos presidía la mesa, su expresión indescifrable. A su lado, la Dra. Elena Costa, una neuróloga pediátrica de renombre, conocida por su pragmatismo sin fisuras. Frente a mí, el Dr. Gustavo Vance, el principal genetista del Instituto, su mirada aguda y escrutadora. Completando el comité estaban el Licenciado Marcos Solís, un experto en ética de la investigación, y dos miembros de la junta directiva, figuras más interesadas en los presupuestos que en las complejidades del cerebro humano. Parecía que me estaban evaluando, cada uno con su propio juicio preconcebido. Lejos no estaban.

—Dra. Vance, gracias por venir tan prontamente. Hemos revisado sus informes. Son... detallados. Sin embargo, como le expresamos en nuestro correo, nos preocupa la deriva que ha tomado su análisis —comenzó el Dr. Ríos, su voz resonando en el silencio de la sala. —Elara, tus descripciones de la 'aversión' son clínicamente precisas. Pero esos comentarios finales... la 'autonomía cultural', la 'intrínseca existencia'. ¿Podrías explicar la base científica de estas afirmaciones? —La Dra. Costa se inclinó hacia adelante. Su tono era de decepción contenida. —Y su propia experiencia de insomnio en soledad. Si la patología es local, ¿cómo explica que la haya desarrollado usted, una foránea, después de tan poco tiempo? —añadió el Dr. Vance, cruzando los brazos. —Entiendo sus preocupaciones. Y reconozco que mis últimos párrafos han introducido un elemento de interpretación que no es el habitual. Sin embargo, no son producto de una 'subjetividad' descontrolada, sino de una inmersión profunda en el fenómeno. Lo que ocurre en Cobre Muerto no puede ser analizado únicamente con un enfoque reduccionista. Hay un componente social, cultural, y, sí, existencial, que interactúa con la neurobiología de una manera que aún no comprendemos —respiré hondo. Era el momento de la verdad. Los ojos del comité se mantuvieron fijos en mí. Continué, mi voz ganando convicción—. La aversión no es solo una disfunción; es una respuesta. Una respuesta que se ha adaptado y consolidado a lo largo de generaciones. Las 'terapias de aislamiento' en el Centro de Adaptación, aunque logran un resultado superficial, a menudo generan efectos secundarios devastadores, porque están luchando contra una naturaleza que se ha moldeado durante siglos. Es como intentar enseñar a un pez a vivir fuera del agua porque su adaptación a la respiración branquial nos parece 'anómala'. —¿Está sugiriendo que deberíamos dejar de investigar la cura? —interrumpió el Dr. Solís, el especialista en ética, con un tono incrédulo. —Estoy sugiriendo que quizás la 'cura' no sea el objetivo correcto. Quizás la comprensión profunda de su adaptación sea más valiosa. Mi propia experiencia de la aversión en mi cabaña, un lugar que está físicamente conectado a sus patrones de sueño, y mi posterior descanso aquí en la capital, en mi propia cama, me llevan a pensar que la condición es más un vínculo neurológico con un entorno social específico que una patología individual universal. En Cobre Muerto, la soledad es una anomalía para el cerebro. Fuera de Cobre Muerto, el cerebro se 'desconecta' de esa necesidad.

Terminé mi exposición. La sala quedó en un silencio profundo, denso, cargado de la magnitud de mis palabras. El Dr. Ríos me observó, su rostro un libro cerrado. El Dr. Vance, el genetista, fruncía el ceño, procesando la idea de una "adaptación ambiental" tan radical. La Dra. Costa mantenía su mirada escrutadora, pero por primera vez, vi una pizca de duda, de asombro. La noche de descanso en mi departamento, la memoria de Martín, y el eco de Cobre Muerto en mi propia piel, habían transformado mi perspectiva. Y ahora, sus mentes, tan brillantes y racionales, parecían atascadas en la encrucijada de una verdad que se negaba a encajar en sus viejos paradigmas.



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En el texto hay: romance, fantasia

Editado: 14.07.2025

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