Darla salió de la escuela a toda prisa. Sus amigas fueron tras ella. Ella aún estaba enfadada y no quiso hablarles en todo el camino de regreso a su casa. Celina quiso romper el silencio, con cualquier excusa, solo quería hablar, pero Stella la detuvo, debían cederle su espacio.
No fue sino hasta que llegaron a su casa que ella volteó y se dirigió a sus amigas.
—¿¡Qué!? —habló al fin.
—Contános qué pasó —dijo Stella.
Celina miraba atenta a Darla.
—Que me amonestaron por tu culpa —respondió Darla.
—Disculpáme, pero yo no te mandé a jugar tan bien al voley, ni a esa a que atajara la pelota con la cara. Es más, si lo hubiera planeado, no me salía tan bien —dijo Stella entre risas.
—No te rías, es grave.
—Si fuera grave, Niza estaría llorando y sangrando, y no haciéndose la mosquita muerta con su novio —dijo Celina para calmarla—. O sea, ni siquiera sangró, no es justo que te hayan amonestado... ¿Sabés cuántas pelotas atajé con la cara y no me quejo?
—¡¿Y yo?! —respondió Darla. Jugar al voley era duro para todas, más aún cuando competían en torneos oficiales, pero ¿qué tenía esta chica que todos buscaban complacerla?
Celina todavía tenia curiosidad.
—¿Y qué más pasó?
—No sé... Citaron a mi mamá para hablar, no sé de qué —respondió dubitativa—. No escuché nada después de "amonestación".
—No, ¡qué garrón! —dijo Stella.
—Sí, re mal —agregó Celina.
—Sí, no lo puedo creer. Nunca me pasó. Siempre tuve una conductora intachable...
Refunfuñando, les dio la espalda, y se quitó su mochila, dejándola colgando de un hombro para buscar sus llaves. Como no las encontraba, tiró la mochila al suelo, y sacó todos los útiles para liberar el camino hacia las benditas llaves. Buscó y buscó. Nada. Entonces recordó que en la mañana salió tan rápido de su casa, que olvidó agarrarlas. Resopló con un sonido similar al de los caballos.
—¿Qué pasa? —preguntó Stella. Darla solo se limitó a mirarla y hacerle la mímica de abrir una puerta girando una llave invisible.—. Uy, y ahora, ¿qué vas a hacer?
—Tengo que ir al local de mi mamá para pedirle sus llaves.
La boutique que Cristina manejaba junto a su amiga Sabrina no estaba lejos, solo debía volver sobre sus pasos y desviarse hacia la peatonal San Martín.
Las chicas estuvieron dispuestas para comenzar a caminar otra vez, pero Darla dudaba.
—No sé, no quiero cruzarme con nadie... —dijo refiriéndose a sus compañeros de escuela.
—Ah, es verdad, siempre andan dando vueltas por ahí —dijo Stella—. Vayamos por la costa y después agarramos San Martín.
—Mejor vayamos por Rivadavia. Porque siempre hay quien que se junta a comer en McDonald's —sugirió Celina.
Darla estuvo de acuerdo y las tres comenzaron a caminar.
El nuevo recorrido no transcurrió en silencio como el anterior, ya habían hecho las paces. Hablaban de banalidades para evitar que Darla pensara en lo sucedido. Al llegar a la costa, comentaron cuánto extrañaban el verano y sus deseos de pasar todos los días en la playa; al pasar por las rampas de skate, se asombraban con los trucos que hacían los skaters y, cuando estos las miraban intentando llamar su atención, ellas se ruborizaban; ya en su destino, criticaban a las personas que cruzaban el Boulevard Marítimo sin siquiera esperar que cortara el semáforo.
Una vez en la tienda de Cristina, Darla les advirtió que no hablaran comentaran lo sucedido, ya lo haría ella cuando estuviera a solas con su madre. Las chicas entraron, saludaron rápidamente y se quedaron mirando la ropa, mientras Darla buscaba a Cristina.
Darla saludó a Sabrina, quien atendía a una clienta, y le preguntó por su madre. Sabrina le contestó moviendo la cabeza hacia un costado, indicando que Cristina estaba en la parte del depósito, luego siguió vendiendo.
—Hola —saludó Darla inexpresiva.
—Hola. ¡Ey! ¿Qué hacés por acá? Ah, ya sé, no me digas —Cristina preguntó y se respondió a sí misma. En verdad sabía a qué venía, ya que había dos razones por las que su hija la visitaría en el trabajo sin que ella se lo pidiera: pedirle plata para salir o pedirle sus llaves de la casa. Se dio media vuelta y, con una mano en su bolso, sacó un llavero y se lo extendió.—. Saliste tan apurada hoy...
—Ay, sí, gracias. ¡Qué capa!
—Te conozco como si te hubiera parido, mirá... —Cristina bromeó, pero, al notar que Darla no se reía, se detuvo. La notó triste y distante, entonces dio inicio a su interrogatorio:— ¿Estás bien? ¿Te pasa algo? ¿Te rompiste algo? Contestáme ¡¿Qué te pasó?! —El silencio de su hija la preocupaba y aumentó la velocidad de sus palabras sin siquiera dejarla responder.
—¡Naaada! Estoy bien —respondió Darla mientras su mamá la zamarreaba de los hombros y la giraba buscando heridas.
Cristina no se contentó con su respuesta, pero decidió abandonar la lucha, ya tendrían tiempo de hablar cuando llegara a casa.
Las madres tienen el don para darse cuenta cuando algo no anda bien, a veces es una bendición porque ahorra explicaciones; pero es muy molesto cuando lo que se necesita es estar en silencio y en la soledad de la habitación propia. Y este era el caso de Darla. Solo quería llegar a casa, tirarse en su cama y dejar que pase lo que tuviera que pasar.
—Está bien, te creo. ¿Te vas a casa?
—Sí —respondió la chica con fastidio.
—Bueno, nos vemos a la noche, entonces.
—Sí, dale.
Darla se despidió con monosílabos y buscó a sus amigas para irse de allí lo más pronto posible.
—Ay, qué bueno que volviste —dijo Celina, bailando para contenerse—, tengo que ir al baño.
—¿Por qué no le pediste a Sabrina? —preguntó Darla anonadada.
—Porque no hay confianza, viste.
—Bueno, dale, andá.
Celina corrió al baño, que estaba más allá del mostrador, cerca del depósito.
#15305 en Fantasía
#5918 en Personajes sobrenaturales
#7586 en Joven Adulto
vampiros brujos humanos experimentos, vampiros y cazadores, adolescentes y amor
Editado: 09.02.2021