Sola.
Rodeada de esas enormes paredes blancas, frías e insípidas, y con el asqueroso olor a rosas invadiendo sus fosas nasales provocándole repulsión.
Odiaba ese lugar, lo odiaba todo.
Aferrada a su asiento, deseaba desaparecer. Huir. Cualquier lugar era mejor que ese.
Su mente no dejaba de repetirle que debía ser fuerte, que no debía llorar. Y por más que se esforzaba, ya se estaba cansando de fingir.
Parecía que el tiempo se ralentizaba a su alrededor. Las personas iban y venían dejando pequeños murmullos en el camino, voces que resultaban lejanas y casi inaudibles, para alguien como ella.
Cada maldito segundo, era una agonizante tortura.
Demasiado para una niña pequeña, que luchaba con todas sus fuerzas para mostrarse fuerte.
No quería demostrar dolor. No quería causar lástima. Lo detestaba.
Aún a su corta edad, había aprendido a reconocer sonrisas falsas, y odiaba la forma en que se acercaban a ella, ofreciendo condolencias y regalando muy vagos intentos de consuelo. Tan flojos y vacíos, que hasta una niña podría darse cuenta de lo forzados que resultaban ser.
Querían verla afectada, sufriendo. Actuando como cualquier niña de su edad frente a una tragedia como esa.
Pero no les daría el gusto. Antes se mordía la lengua y apretaría los puños con fuerza, lo que sea, pero menos mostrarse vulnerable ante ellos.
Eso sí que no se lo permitiría. Observó a su madre, elegante con su vestido negro y recibiendo a los invitados con una sonrisa, alegando palabras de ánimo. Fingiendo.
No lo soportaba. ¿Cómo podía sonreír en un momento con ese?
«Para, por favor... Ya no sigas sonriendo así», suplicaba para sus adentros, horrorizada al ver a las personas mintiendo a su alrededor y estando bien con eso.
Y ya no pudo aguantar más.
Y explotó.
Expresó sus sentimientos con furia, dejándose llevar mientras hablaba de su dolor y de la rabia que la carcomía, dejó salir todas esas palabras que llevaba acumulando ante tanta falsedad y personas tan superficiales.
Una bofetada resonó en el aire. La niña no pudo alcanzar a decir algo, tenía delante de ella a su madre que la miraba con el rostro rojo y desencajado, furiosa ante el pequeño espectáculo que había montado su hija.
—Cállate, y pide perdón a todos.
El corazón de la niña se apretujó en su pecho, y así herida, no dudó ni un segundo para salir de ahí. No le importó dejar atrás a su madre que la llamaba impetuosa, o la lluvia que la empapó por completo apenas salió a la calle. No, ella solo siguió corriendo alejándose del funeral, alejándose de todo.
Frenó cuando su cuerpo ya no pudo aguantar más, y se apoyó en una barandilla. La lluvia había cesado. Empezaba a oscurecer y parecía que la temperatura descendía.
Se encontraba sola y en un lugar que no conocía, buscó con la mirada un punto conocido o alguna referencia de orientador, pero lo único que alcanzó a ver fue la gran vista de la ciudad y sus luces, que poco a poco se iban encendiendo. Un bello panorama, que solo consiguió bajar su guardia.
No supo cuando fue que cayó la primera lágrima, pero lloró. Y mucho.
Lloró su perdida, berreó y gimoteó como vino queriendo hacer desde que se enteró que su padre ya no volvería. Lloraba, al tiempo que maldecía a su progenitor por haberla dejado así. Pero más se sentía herida y abandonada, al saber que sus palabras jamás le llegarían.
El frío se sintió más y una oleada de brisa helada apareció, al tiempo que una gran figura se posicionaba a su lado.
La niña levantó la mirada, mientras trataba de limpiarse las lágrimas que ya habían bañado su rostro, acompañado de un pequeño hipo que le sacudía los labios. Ese alguien que había llegado de improviso, ignoraba su presencia y solo observaba el horizonte, contemplando las luces parpadeantes.
El hombre misterioso venía vestido completamente de negro, con una gran capucha extraña cubriendo todo su rostro y parcialmente su cuerpo; el aura que emanaba era frío y hasta tenebroso, pero la niña no se movió. No podía hacerlo. Una parte suya tenía miedo, pero la otra... despertó su curiosidad.
Su padre solía contarle muchas historias, con personajes fantásticos que solo existían en los libros y en su imaginación. Pero estaba casi segura que lo había visto antes, en algún libro viejo, de esos que su padre mantenía en su colección especial.
Ideas absurdas y ridículas, hasta para su edad, asomaron por su cabeza. Pero en ese punto, ¿qué perdía? Alguien que quería mucho se había marchado para siempre y eso le había dejado una herida irreparable. No tenía nada que perder.
Y de pronto, lo recordó. Tragó saliva nerviosa y se aventuró a preguntar.
—Disculpe, señor... ¿Es usted la muerte?
No respondió. No dijo sí, pero tampoco dijo no.
Empezaba a temblar, sentía sus dedos congelados y buscó calor acurrucándose con sus brazos. El extraño no la miraba. La pequeña niña quiso llorar. Quizás por el momento o la situación en la que se encontraba, pero era consciente de que ya no quería sentirse así.
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Editado: 06.10.2021