Eran cerca de las cinco de la tarde, mi madre me había terminado de vestir, me había puesto un vestido rosa con muchos encajes y me había recogido el cabello en dos coletas. Cuando eso, llevaba el pelo largo hasta la cintura y en la punta tenía unos bucles naturales que encantaba a todas las señoras que se topaban conmigo por las calles.
—¡Estás hermosa, mi Solecito! —exclamó. Siempre me llamaba así.
Me dio un beso en la frente y luego se retocó el maquillaje en el espejo.
—En un rato más llegarán algunas personas, vendrán la tía Clara, el tío José, Ana, Raquel y Luis. También vendrán las abuelas y todos los primitos —comentó—, espero que pases una fiesta hermosa y que te diviertas mucho —me dijo con una sonrisa.
—No podré saltar en el castillo inflable con este vestido —me quejé.
—El cumpleaños es un momento especial, cariño, es un día para celebrar la vida. Hay que ponerse linda, hay que usar la mejor ropa para agradecer a Dios las bendiciones que nos ha dado —comentó.
—Sí, está bien, pero también podría ponerme un pantalón para saltar en el castillo, ¿no? Un pantalón bonito.
Mi mamá no dijo nada, solo me besó en la frente, arregló mis coletas y salió de la habitación.
—¡No tardes en bajar! —añadió.
Yo caminé hasta el espejo y me observé. La niña que miraba en mi reflejo se veía linda de verdad, pero no se sentía como si fuera yo. A mí no me gustaban los vestidos ni los moños, yo prefería los pantalones largos o cortos, las camisillas y recogerme el cabello en un rodete. Si fuera por mí me lo hubiese cortado bien corto, como un niño, pero a mamá no le agradaba la idea.
La gente comenzó a llegar y a traerme hermosos regalos. Eso era lo más divertido de los cumpleaños, los regalos. Muchos traían ropa, no sé para qué, yo solo quería juguetes, así que dejaba de lado las blusas y vestidos y me enfocaba en las muñecas o los juguetes. Mi mamá se encargaba de agradecer a todos y cada uno y a decir lo bien que me vendrían esas ropas, para no hacer sentir mal a la gente cuando yo los dejaba a un lado.
Salí al jardín con entusiasmo, para ver al señor inflar el castillo, mis primos y amigos también estaban emocionados, todos dábamos pequeños brincos alrededor. Entonces, lo vi, estaba en la casa de enfrente, donde también había un enorme camión de mudanzas. Miraba tras la verja blanca recién pintada, con su equipo de futbol y una pelota bajo su brazo derecho. En un principio pensé que sería mucho más pequeño que yo, al menos le pasaba por una cabeza en altura. Él me sonrió, y yo le devolví la sonrisa. Me cayó bien desde el inicio, ni siquiera sé bien por qué. Éramos solo unos niños.
—¿Quieres venir a jugar a mi cumpleaños? —pregunté casi gritando desde el portón de mi casa.
—¡No puedo, no te conozco! —respondió él.
—¡Me llamo Sol y hoy cumplo ocho! —añadí—. Ahora ya me conoces, ¿quieres que mi mamá le diga a tu mamá?
—No lo sé… —respondió con dudas.
Yo, siempre resolutiva, corrí a buscar a mamá y a explicarle que el niño nuevo de la casa de enfrente quería venir al cumpleaños, y si podría decirle a su madre que lo dejara. Mi mamá lo dudó un segundo, pero yo la llevé hasta la entrada de la casa y lo señalé.
—Bueno… —dijo mamá y cruzó la calle.
Entonces, habló con una mujer que subía y bajaba cosas del camión, mamá le señaló la casa y la mujer asintió. Luego, llamó al niño, quien dio la mano a mamá para cruzar la calle.
—¡Feliz cumpleaños! —dijo al verme—. Me llamo Tomás, pero puedes decirme Tomy —sonrió—. No tengo un regalo, pero prometo darte algo pronto.
—No te preocupes —sonreí y le pasé la mano para que me siguiera—. Vamos al castillo.
Mamá nos observó, muchos años después, me comentó que aquel gesto de mi parte la había sorprendido y que pensaba que Tomy y yo tendríamos una bonita historia. Mamá era así, de esas personas que tienen intuiciones fuertes y que creen en ellas, para bien o para mal, porque a veces decía cosas que daban miedo.
Esa tarde no jugué con nadie más que con él. Era fascinante y divertido, descubrimos que jugábamos los mismos juegos y veíamos los mismos dibujos animados. Incluso admitió que le gustaban los Ponys y que había visto Frozen como un millón de veces. ¿Qué niño ve Frozen? Me pregunté yo, mis primos y mis compañeros de colegio no lo hacían, eso estaba segura, o al menos en aquel momento, luego comprendí que había cosas que los niños hacían, pero no lo decían porque les daba vergüenza.
Yo le conté que amaba el futbol, y nos descubrimos siendo fanáticos del mismo equipo. Le conté que entrenaba tres veces a la semana en la canchita del barrio, y que si quería podía ir conmigo. Me dijo que le encantaría, así que comenzamos a hacer planes.
Me enteré también de que tenía mi misma edad, había cumplido ocho solo un mes y medio antes que yo, a pesar de que yo me veía mucho mayor que él. Y me contó que se habían mudado aquí pues sus padres se habían separado, aunque él creía que pronto volverían a juntarse y regresaría a su hogar.
Cuando dijo eso, noté que sus ojos se pusieron tristes. Yo sabía que esa era la realidad de muchos de mis compañeros y sabía lo mucho que sufrían, lo había vivido al lado de Mechita, una de mis mejores amigas de aquella época. Le sonreí y le dije algo que mi mamá siempre me había dicho.
—Nada es tan malo como parece —susurré.
La verdad era que no entendía el significado de aquello en esa época, tampoco estoy segura de que él lo haya entendido. Mi madre usaba siempre esa frase cuando las cosas no salían como esperábamos, y aunque no siempre estaba de acuerdo, se sentía bien cuando ella lo decía y luego sonreía, era como si me llenara de esperanzas en que las cosas mejorarían. El caso es que a Tomy pareció gustarle aquello, y sonrió de nuevo. Y yo me sentí importante y madura, por haber dicho aquella frase en un buen momento.
—Me caes bien —dijo entonces—. Hagamos un trato: seremos los mejores amigos del mundo.