Hasta noviembre

Ocho. Caótico.

El silencio suele ser desgarrador, frío e impasible cuando compartes espacio con alguien a quien no conoces.

Pero no me pasa eso con Neithan.

He de admitir que tengo los nervios a flor de piel por estar en el mismo coche con él. También he de admitir que, inconscientemente, he conseguido que esté de mejor humor.

Al menos eso he interpretado cuando, subiendo al coche, me he chocado con la puerta y él ha ahogado una risa.

Ahora me encuentro en el asiento del copiloto. Él arranca el coche y empieza a conducir de forma despreocupada, dejando una mano sobre el volante y la otra sobre la palanca de cambios.

Intento no observarlo demasiado para no parecer una pesada, pero… no puedo evitarlo. Si se da cuenta, no hace alusión a ello.

Inspiro despacio cuando aumenta la velocidad. Solo han transcurrido dos meses desde el accidente, y subir a un coche siempre me eriza la piel en el peor de los sentidos.

Trato de mantenerme tranquila, pero vuelve a pisar el acelerador cuando la autopista se despeja y, aunque va a una velocidad aceptable, no puedo evitar intervenir.

—¿Puedes ir más despacio?

Frunce el ceño cuando me mira.

—No voy a chocarme con nada, para tu información.

—Lo sé —me apresuro a decir. No quiero ofenderlo—. Pero no me gusta la velocidad.

—No vamos tan rápido.

No digo nada más. A pesar de que no insisto, él hace lo que le pido.

Entonces, lo miro. Mi distracción queda a un lado cuando me fijo en lo mismo que llamó mi atención ayer.

—¿Te encuentras mejor?

—¿Por qué me preguntas eso?

—Por el golpe. Hoy parece que lo tienes mejor. ¿Te duele menos?

Me mira con una expresión ligeramente confusa.

—Supongo —murmura—. Un poco menos.

—Seguramente no sea nada más de lo que se ve, pero si sigue así deberías ir al médico. Para asegurarte de que estás bien.

Doy por hecho que ya lo sabe, pero no está de más recordárselo.

Él no me mira ni tampoco responde con palabras.

Me distraigo observando el interior del coche, al ver que él no dice nada más. Es un Mercedes del año dos mil diez, me parece. Puede que no sea lo más nuevo, pero sí que está como salido del concesionario. Además, es bastante bonito.

Lo que más me extraña es que huele fenomenal. A ambientador de brisa marina. No a nicotina.

—¿Cómo es que tu coche huele tan bien? —no puedo evitar preguntarle.

Él me mira de soslayo con una ceja enarcada.

—¿Estás dudando de mi higiene?

—Lo normal es que el coche de alguien que fuma huela a eso.

—Yo no fumo en mi coche.

Gracias a Dios.

—Bueno, es comprensible. Fumas demasiado, así que el olor se pegaría a toda la tapicería.

—Yo decido cuanto es demasiado, y no es demasiado —se queja.

—¿Cuántos paquetes compras a la semana?

—¿Cuántos días tiene la semana?

Es una pregunta retórica, pero aún así la respondo.

—Siete.

—Pues… —hace como que cuenta con los dedos—. Unos doce.

Abro los ojos, atónita.

—¿En serio?

—Sí, en serio. La semana tiene siete días.

—Neithan —advierto.

Echa la cabeza hacia atrás, mientras gira el volante con una sola mano.

—Suelo fumar algo más de un paquete por día.

—¿Desde cuando tienes esa adicción?

—Desde los dieciséis.

—¿Y siempre has fumado tanto?

—No. Antes fumaba dos cada día.

No me lo puedo creer. Este chico está vivo de milagro.

—Tienes que dejarlo —digo sin pensar.

Me mira de soslayo.

—Y tú tienes que aprender a no mandar sobre los demás.

—Hablo en serio. Te sentirías mucho mejor si lo dejaras. ¿Por qué no lo intentas?

—¿Tienes hambre?

¿Acaba de cambiarme de tema descaradamente o me lo estoy imaginando?

—No, no tengo hambre. Y estábamos hablando de…

—Genial, ¿al puesto de Joe´s, entonces?

—¡Neithan!

—¿Qué? No voy a quejarme por tu gusto de mierda con las hamburguesas, tranquilízate.

Suspiro, volviéndome hacia la ventana.

—Eres insoportable —mascullo.

—Qué casualidad —gira la calle—. Yo pienso lo mismo de ti.

—Eres un antipático.

—Y tú hablas demasiado —chasquea la lengua—. Aquí cada uno con lo suyo.

Lo ignoro durante unos cuántos minutos, y me doy cuenta de que no decía en broma lo del puesto de Joe´s. Ha aparcado justo en frente.

Me pregunta si quiero lo mismo que ayer y asiento por inercia. Pretendo acompañarlo, pero me pide que me quede en el coche y va él.

Vuelve a los pocos minutos con un par de bolsas. La comida huele demasiado bien e intento meter la mano, pero me da un manotazo en el dorso. Me asusto y la saco de inmediato.

—¿Qué haces?

—En mi coche no se come.

—¿Qué? ¿En serio?

—Y tan en serio. Si te veo masticando, tiro la comida por la ventana.

Qué amable.

Al final, termina aparcando en el mismo lugar en el que estábamos antes.

Empieza a sacar las cosas de las bolsas y me quedo confusa cuando me percato de que solo hay lo que pedí ayer.

Exactamente lo que pedí ayer.

—¿Dónde está lo tuyo?

—En ningún momento he dicho que yo vaya a cenar.

Entreabro los labios.

—Pero… tendrás hambre.

—No tengo.

—Llevamos horas aquí sentados y otra más en el coche. Es imposible que no tengas.

—¿Quieres callarte y comer de una vez?

Ahí me doy cuenta.

—¿Cuándo fue la última vez que comiste?

Él suspira pesadamente.

—¿Acaso importa?

—A mí sí me importa. Dime que no fue ayer por la noche.

—No importa —insiste—. Come de una vez.

Bajo la mirada, dejándola sobre la comida. No quiero comer yo sola sabiendo que él también debería. Tiene que cuidarse.

—¿Mitad y mitad? —pregunto, intentando sonreír.

—No. Come.




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