Hasta noviembre

Nueve. Situaciones desesperadas.

En estas cuarenta y ocho horas he aprendido algo.

A veces, nosotros mismos somos nuestros peores enemigos.

Sé que no lo conozco de nada. Sé que… madre mía, sé que esto es una completa locura. Odio lo que este chico persigue. Jamás pensé que estaría cerca de alguien que llevara ningún tipo de droga en el bolsillo.

Mucho menos, cerca de alguien que se drogara delante de mí.

Sin embargo aquí estoy, dejando que sostenga mi mano, con mis dedos entrelazados con los suyos, y sin dejar de valorar el estado en el que se encuentra cada dos minutos.

Y por supuesto, con el corazón golpeando mi caja torácica con fuerza cuando tengo que hacer que abra los ojos cada pocos segundos.

—Neithan, no hagas eso. Te estás quedando dormido.

Niega con la cabeza casi imperceptiblemente.

Dejo una mano sobre su hombro y lo muevo un poco, tratando de espabilarlo. Pero él cierra los ojos del todo y el miedo me avasalla cuando veo que apenas se mueve.

—Tienes que mantenerte despierto, ¿me oyes?

Esta vez ni siquiera me dedica un gesto vago como el de antes. Llevo ambas manos a su cara e intento hacer que me mire.

—Mírame, por favor —insisto y muevo su hombro con cierta desesperación—. Neithan, por lo que más quieras. Si te pasa algo te juro que te mato.

Suelto todo el aire de mis pulmones cuando consigo hacerle reaccionar.

—¿Qué haces? —pregunta tan bajo que casi no puedo oírlo.

—¿Qué hago yo? ¡Qué haces tú! ¡No respondías!

—No… grites.

La primera idea que ha venido a mi mente en cuanto lo he visto así ha sido llevarlo al hospital. Pero ¿y si lo meto en un lío? Es decir, ahora está consciente. Y nunca he visto nada así. No sé si esto es normal o si necesita ayuda.

Aunque quizás la necesita. Ahora mismo.

Madre mía. ¿Qué demonios estoy haciendo? ¿En qué diablos estoy pensando? Su salud está por delante de los líos en los que pueda meterse por su comportamiento. Tengo que sacarlo de aquí y pedir ayuda.

—Vamos a ir al hospital. ¿Me oyes?

—No… Al hospital no.

—Me estás preocupando. Te has quedado inconsciente y… yo no sé qué hacer si vuelve a pasar, ¿entiendes eso?

—Ahora estoy despierto —murmura.

No sé en qué narices me he metido.

Casi escucho los engranajes de mi cerebro cuando pienso a toda velocidad.

—Vale… creo que… creo que lo mejor será llevarte a casa —decido, convencida—. Sí, eso. Tu familia sabrá que hacer.

Niega con la cabeza.

—¿No? ¿Por qué no?

—Yo no tengo familia.

Me quedo congelada en mi lugar, y de repente comprendo de donde viene, al menos, parte de su comportamiento.

Intento dejar todo lo que no me ayude ahora mismo a un lado. Necesito hacer algo. Lo que sea.

Entonces me viene a la mente la peor idea del mundo.

Es una completa locura y desde luego, no es legal. Pero en situaciones desesperadas deben tomarse medidas desesperadas.

Rebusco en los bolsillos de su pantalón. Él ni se inmuta, claro. Sigue igual de tranquilo que minutos atrás.

Encuentro lo que busco en el bolsillo derecho delantero.

Saco su cartera y abro la parte de delante. Sostengo su documento de identidad y lo primero en que me fijo, inevitablemente, es en la foto.

El chico es guapo, es un hecho. No se puede negar.

Pero no tengo tiempo para distraerme con eso. Me voy a la parte trasera y leo su dirección.

Gracias al cielo que conozco su barrio. Queda a casi media hora a pie del mío, pero he pasado por ahí antes.

Justo cuando voy a cerrar la cartera, escucho un pequeño crujido. Es plástico. Es otra de esas malditas bolsas. Decido guardármela en el bolsillo para tirarla después, y meto la cartera en el suyo.

Me centro en él de nuevo. Agito su hombro una vez más y lo llamo una infinidad de veces. Después de varios minutos de insistencia, consigo que abra los ojos y que se mantenga así.

Juro que me quedo perdida en su mirada cuando sostiene la mía. Aunque, por desgracia, no en el mejor de los sentidos.

Su iris azul te transporta a un submundo en el que predomina el sufrimiento. Me duele que unos ojos tan bonitos estén marcados por un sentimiento tan oscuro. Parece que hace demasiado que no brillan con luz propia.

Es algo que no se merece.

—¿Qué pasa? —murmura.

—Nos vamos. Tienes que intentar ponerte de pie, ¿vale?

—¿Dónde vamos?

—Es… una sorpresa. Te va a encantar, confía en mí.

Verás cuando descubra que la sorpresa es que no he respetado sus deseos de no saber donde vive.

No sé cómo, consigo ayudarlo a ponerse de pie. Paso su brazo por encima de mis hombros y lo llevo hasta el coche. Se tambalea mucho y arrastra los pies, pero consigue caminar.

Llegamos al coche y me doy cuenta de que lo ha dejado abierto. Qué desastre.

Lo detengo cuando el muy psicópata pretende subir al asiento del conductor, y lo hago girar y ocupar el del copiloto. Le abrocho el cinturón de seguridad y tomo el asiento a su lado, un poco insegura.

Será porque nunca he hecho algo así.

Y no me refiero solo a lidiar con un problema de esta magnitud.

Voy a arrancar el coche, pero me doy cuenta de que me falta la llave. Vuelvo a mirar en sus bolsillos y un sonido en forma de queja sale de su garganta.

—No me metas mano…

—Ni en tus mejores sueños.

Por fin doy con lo que busco. Saco las llaves de su otro bolsillo y las introduzco en el contacto.

Dejo las manos en mi regazo durante un segundo, asimilando lo que voy a hacer.

Tengo miedo, no voy a negarlo. Pero por alguna razón, me siento más tranquila sabiendo que soy yo la que conduce. Mi vida solo estará en mis manos, no en las de otra persona como la última vez. Y no confío en nadie más de lo que confío en mí misma, así que me siento mejor de lo que pensaba que me sentiría.




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