—¿Por qué tengo que acompañarte? —pregunté por enésima vez.
Y por enésima vez, me dio una respuesta ridícula.
—No quiero ir sola. Mucho menos volver.
—Pues no vayas.
Laila rodó los ojos.
—Qué fácil solucionas tú las cosas.
—Yo quería quedarme en casa.
—Oye, deberías intentar disfrutarlo. Ya verás como lo pasas bien —hace una pausa—. Además, conocerás gente.
—Así que por eso me has traído —la pillé.
Laila apretó los labios, como si hubiera dicho algo que no debería.
—Maddy, no es exactamente eso.
—¿Tan sola me veo que tienes que arrastrarme a una estúpida fiesta universitaria?
—Es para celebrar el comienzo del año. Una buena manera de empezarlo es relacionándote con otras personas, bailando…
—El comienzo del año fue hace casi dos meses. Solo quieren una excusa para salir de fiesta.
—La tormenta de nieve les fastidió la última que intentaron hacer.
Me dejé caer en mi respaldo.
—De todas formas, yo no caigo bien a la gente. Nunca me integro. Además de que no sé bailar —mascullé por lo bajo.
—Caerás bien. Verás como cuando estés allí y bebas un poco, te sueltas.
Giró el volante y aceleró por la autopista, adelantando a un par de coches.
—Yo no bebo, Laila. No me gusta mucho el alcohol.
—Bueno, pues bebes refresco.
—Y este vestido es demasiado incómodo —añadí.
El motor rugió cuando pisó el acelerador un poco más.
—Es precioso —me contradijo—. Estás guapísima.
—Y los tacones harán que me duelan los pies.
Laila suspiró pesadamente mientras me miraba de soslayo.
—No estás poniendo de tu parte.
—Porque no veo cuál es el problema de que me quede en casa. Yo quería verme un maratón de películas, no estar en tu coche a las once de la noche de camino a una fiesta en tu hermandad. No es justo.
—Oye, yo he hecho muchas cosas por ti. ¿No puedes hacer tú esta por mí?
Negué con la cabeza, mirando por la ventana. De repente veía absurda esa conversación.
Fue entonces cuando lo vi.
Por el espejo del retrovisor, pude divisar aquel coche. No veía la marca, ni el modelo, ni siquiera distinguía si era de color gris o blanco. Pero sí veía como se pegaba al nuestro cada vez más.
Y más.
Tanto, que sus luces desaparecieron.
—Laila —la llamé con un hilo de voz.
—¿Qué te pasa ahora?
—¿Qué hace?
Señalé el coche con la mirada. Seguro que estaría a punto de rozarnos en cualquier momento.
Laila frunció el ceño al darse cuenta.
—Eso digo yo —murmura—. No sé qué narices hace.
Empezó a pitar con tal de que se alejara, pero no lo hacía.
De hecho, intentó adelantarnos.
Se pasó al carril de al lado y quedó a nuestra altura. Los cristales eran tintados, así que no se veía quién estaba en el interior.
—Lay —murmuré.
Sentía que el corazón se me desbordaría en cualquier momento cuando vi que se quedaba ahí, a nuestro lado. Sus ruedas rechinaban y se movía sin control por el asfalto.
La sangre me ardía y tenía los músculos agarrotados. No había pasado tanto miedo en mi vida.
—No pasa nada. No te asustes.
Ella parecía mantener la calma, pero yo no. Estaba muy lejos de eso.
—Será algún borracho. Lo adelantamos y ya está.
Pisó el acelerador más a fondo. El sonido del motor rugiendo tornó a insoportable. Cerré los ojos con fuerza cuando la presión en el pecho aumentó.
El coche nos seguía, y más corría Lay. Casi doscientos por hora.
—Será gilipollas… —murmuró.
—Ve más despacio —supliqué.
—No puedo ir más despacio si pretendo adelantarlo. Pero sé lo que hago, tranquila.
No lo estaba. Y ella empezaba a perder la calma progresivamente.
Pero entonces, el coche pareció quedarse rezagado.
Laila se atrevió a bajar un poco la velocidad. Oía un pitido y notaba el agua salada corriendo por mis mejillas. Mi pecho subía y bajaba con ímpetu. No podía controlar mi respiración.
—Eh, ya está —tomó mi mano—. Solo ha sido un susto. Ya se ha ido.
—Y si vuelve… —me temblaba la voz.
—Ya ha pasado —acarició mi mano—. Cálmate.
Lo intentaba. Juro que lo intentaba con todas mis fuerzas, pero todas las sensaciones seguían muy latentes.
—Maddy, intenta no…
Nunca terminó la frase porque dos segundos después, el miedo se volvió algo real. El golpe nos aturdió a ambas. El dolor físico y psicológico era palpable.
Las manecillas del reloj se detuvieron. El tiempo se congeló en una milésima de segundo.
Empezó el caos.
Abro los ojos cuando noto una mano sobre mi cara. Me sostiene con cuidado, pero la persona que lo hace está nerviosa. Al igual que yo.
Aún siento que me zumban los oídos, como en mi sueño. Todavía noto el hormigueo en las palmas de las manos.
Intento enfocar la vista. No hay demasiada luz, solo la poca que entra por las rendijas de la persiana.
—Mírame —escucho su voz sosegada—. Venga, Madeleine.
Quiero decir algo, pero no encuentro mi voz. No puedo moverme. Siento los músculos pesados y la garganta cerrada.
Lo noto dejar una mano sobre mi piel. Presiona con suavidad.
—Se te va a salir el corazón del pecho —dice—. Tienes que respirar despacio.
Trato de hacer lo que me pide con todas mis fuerzas. Me cuesta mucho. Es como si el oxígeno que me rodea se hubiera vuelto cemento. No puedo.
—Escúchame —llama mi atención—. Solo respira despacio, ¿de acuerdo? Toma aire por la nariz y suéltalo por la boca. Así, pero más lento.
Doy para asentir levemente y repito una y otra vez lo que me dice.
Poco a poco noto el corazón martillear con menos fuerza en mi pecho.
—Eso es —me anima—. Lo estás haciendo muy bien.
Tras unos segundos, me incorporo despacio. Él deja una mano sobre la parte baja de mi espalda y me ayuda a ello.