Hasta noviembre

Veintiuno. Miedos reales

Retraso todo lo posible el momento en que tengo que separarme de él. Lo noto pasar saliva, nervioso.

—Suéltalo de una vez —murmuro.

—¿Estamos bien?

Me separo un poco de él para poder mirarlo a los ojos.

—Eso depende.

—¿De qué?

—De si tienes pensado compensarme con alguna película que sea medianamente buena, para variar.

—Las películas que elijo son buenas —se defiende.

—Ah, ¿lo son?

Mi corazón se derrite cuando lo veo sonreír.

—Vale. ¿Cuál tienes en mente? Y no vayas a decir Titanic, por favor.

—En realidad, había pensado en cierta película que va de un boxeador, y...

—¿Quieres ver Creed?

Sonrío y asiento.

—¿De verdad?

—Hemos visto mi película favorita, pero no la tuya. ¿Se puede saber a qué esperas para enseñármela?

—A nada —toma mi mano—. Vamos, venga.

Contengo una risa cuando veo su impaciencia. A veces actúa de forma tan inocente que mi pecho se llena de ternura.

—Más te vale que sea buena, o no dejaré que vuelvas a elegir una película —lo pico.

—Te va a gustar.

—¿De qué va? —se detiene y me mira con una ceja enarcada—. No me mires así. Me he hecho la entendida, pero la verdad es que solo sé que va de peleas.

Las comisuras de sus labios se curvan hacia arriba.

—Va de un tío que siguió los pasos de su padre con el boxeo. Necesita un entrenador, así que va en busca de Rocky. ¿Has visto sus películas?

Niego en silencio. Me gusta verlo hablando de algo con tanta emoción.

—También te gustarían. Son más antiguas, pero lo bueno es que no necesitas ver las anteriores para ver esta. Están relacionadas, pero es otra historia diferente.

—Podemos verlas también. Me apetece mucho.

—¿Lo dices por decir o porque de verdad te interesa?

—Porque me apetece pasar el tiempo contigo.

—A mí me vale. Si quieres podemos...

Se corta a sí mismo a la vez que baja la mirada. Dejo una mano sobre su brazo cuando me sitúo a su lado.

—¿Estás bien? —pregunto.

Tarda unos segundos, pero termina asintiendo.

—Creo que me he mareado.

—Déjame que te lleve al sofá —le pido, intentando sostenerlo.

—No hace falta, estoy bien.

Da otro paso más, pero no llega muy lejos cuando deja una mano en la pared para no perder el equilibrio.

Entonces, palidezco ante lo que veo.

Siento como el tiempo se detiene, lenta y dolorosamente, cuando un hilo de sangre baja por su nariz. Contengo la respiración cuando, lo que apenas eran unas gotas, ahora ha tornado a algo que consigue despertar mi aprensión.

Susurro su nombre en voz baja, paralizada por el miedo. Pero no responde.

Sus piernas pierden fuerza y cae al suelo de rodillas. Lo sostengo como puedo para intentar mantenerlo erguido, pero no tengo suficiente fuerza y me limito a dejarlo sentado, apoyado en la pared.

Me arrodillo delante de él y sujeto su cabeza con ambas manos, obligándole a mirarme. Las lágrimas se acumulan en mis ojos cuando cierra los suyos.

—Neithan, mírame —lo zarandeo, pero no se mueve—. Por favor... dime que estás bien.

Dejo el dedo índice y el corazón sobre su cuello, tratando de tomarle el pulso. Me tiemblan tanto las manos que cuando no lo encuentro, no sé si se debe a mi estado o al suyo. Pero segundos después, lo siento.

Está ahí. Su corazón sigue latiendo.

—Voy a... llamaré a una ambulancia —decido con un hilo de voz—. Tengo que llevarte al hospital. Ellos sabrán que hay que...

—No...

Acuno su cara con ambas manos, cuidadosa.

—Necesitas ir a un hospital, ¿me oyes? Te prometo que estarás bien. No dejaré que te pase nada.

—Madeleine... no...

—¿No, qué?

—No puedes... no llames —pasa saliva con dificultad y me percato de que está perdiendo consciencia—. No te lo perdonaré si... llamas...

—¿Cuánto has tomado? —no reacciona—. ¡Tienes que decirme cuánto has tomado!

Verlo en este estado consigue cerrarme la garganta. No puedo respirar sabiendo que él puede dejar de hacerlo en cualquier momento. La sangre ha descendido hasta sus labios. Paso mis dedos por ellos, tratando de limpiarlo cómo puedo.

En cuanto la yema de mis dedos entran en contacto con ese líquido rojizo, un escalofrío me recorre la espina dorsal. Mi mente me transporta a aquella noche de inmediato y me doy cuenta de que no puedo lidiar con esto yo sola.

Me siento en el punto de partida. Tal y cómo me sentía aquella noche, cuando tuve que traerlo a rastras hasta su apartamento. Desde que ocurrió aquella vez han cambiado muchas cosas. Muchísimas. Pero hay una en concreto que se mantiene intacta. Sigo sin saber cómo ayudarlo.

—Voy a buscar ayuda —le digo, pero dudo que me oiga—. Volveré en un momento.

Salgo de la casa a toda velocidad, dejando la puerta abierta. El corazón me golpea tan fuerte en el pecho que duele. Siento como si todo mi mundo se tambaleara sin poder evitarlo. Cómo si no pudiera hacer nada para impedir que se derrumbe.

Llego a la planta baja, mirando de un lado a otro con auténtica desesperación. Entonces, diviso a la persona que estaba buscando. Voy corriendo hacia él y se sobresalta cuando toco su espalda.

—Jett —se gira hacia mí—. Necesito que vengas conmigo. Por favor.

Parece desconcertado. No sé si porque le estoy pidiendo ayuda precisamente a él, que nunca hemos intercambiado más de dos frases seguidas, o bien por el hecho de que mi aspecto ahora mismo es lamentable.

—¿Por qué estás llorando? ¿Qué te pasa?

—¿Puedes venir conmigo?

Sujeta mi brazo y observa la manga de mi camiseta.

—¿Y esta sangre? ¿Te has cortado?

—Jett —me suelto de él—. Necesito que me acompañes arriba.

Por fin reacciona y decide acompañarme. Subimos las escaleras a toda prisa. Él no comprende nada y me lo hace saber cada cinco segundos, pero yo no me detengo a explicárselo. Cuando llegamos a su casa y abro del todo la puerta, se me cae el alma a los pies.




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