Hasta noviembre

Veinticinco. Secretos en el océano

Neithan conduce despacio sin decir nada y sin rumbo fijo.

Yo me he descalzado y he subido ambas piernas, abrazándome a mí misma. Observo el paisaje con la ventana abierta a medida que avanzamos.

Justo ahora el sol está empezando a salir. Tiñe las nubes de un color anaranjado intenso increíble.

Consigue calmarme.

—Deberías cerrar la ventana. Hace frío.

Lleva un poco de razón. Tengo la cara helada, pero por alguna razón me gusta.

—Estoy bien.

—¿Quieres ir a algún sitio en específico?

Niego, apoyando la cabeza en la puerta. Aún admiro el amanecer que tengo delante.

—La verdad es que no.

Literalmente le he dado a entender que quiero que sigamos en su coche dando un paseo por la ciudad, pero no parece molestarse.

Normalmente odio tener que subirme a un coche, más después de una pesadilla como esta. Pero Neithan conduce despacio y sus movimientos son suaves. No hay tirones, no hay giros bruscos ni nada por el estilo. La confianza que tengo depositada en él impide que sienta miedo sabiendo que está al volante. Es más bien como si el coche me meciera.

Puedo decir incluso que me parece agradable.

—Podríamos ir a desayunar —propongo.

—Eh... no sé si te has dado cuenta, pero no son ni las siete de la mañana.

—Seguro que hay algo abierto.

—Vaya por dios —murmura.

Me detengo a pensarlo.

—Pero no quiero comer en ningún sitio que sea cerrado. Sería cómo si no hubiéramos salido de tu casa.

—Que lástima, habrá que dejarlo para otro día.

Lo miro, emocionada de repente.

—¡Podríamos comer en el coche! Abrimos las ventanas, reclinamos los asientos y estaremos súper cómodos, así...

—Comes en mi coche y es lo último que haces.

—Oh, venga ya.

—Qué no.

Me dejo caer en mi asiento, de nuevo mirando al frente. Este chico tiene un serio problema con el control.

Entonces, se me ocurre el plan ideal.

Me giro hacia él de nuevo y sé que el pánico le invade.

—No sé que es, pero no —se adelanta.

—¡Podemos desayunar en la playa!

—Mierda, ya te está dando otra neura.

—¡No me digas eso!

—No pienso ir a una playa a las siete de la mañana a desayunar, Madeleine.

—Venga, solo por hoy —le pido.

—He dicho que no.

—Pero me apetece mucho.

—No.

El bajón que me pega el cuerpo es instantáneo.

Me giro de nuevo y sigo mirando el paisaje, con menos entusiasmo que antes, si es que eso es posible. Hace siglos que no piso una playa.

—Podemos volver ya si quieres —le digo—. Ya estoy mejor.

No me responde. ¿Encima se ha enfadado?

—¿Me has oído? —pregunto y me ignora—. Acabo de decirte que...

—¿Puedes callarte?

¡Y además está borde! ¡Él!

Debería ser yo la que esté molesta. Ha sido mi proposición la que ha sido rechazada.

Me fijo en lo que hace y no lo comprendo. Está pendiente de algo. Gira las calles y repite el mismo movimiento de asomarse un poco para lograr ver lo que sea que está buscando.

—¿Se puede saber qué haces?

—Qué te calles.

—¿Y se puede saber por qué estás enfadado ahora?

—Joder, Madeleine, estoy buscando algún puto sitio que esté abierto a estas horas, ¿vale?

Eso me devuelve parte de la emoción al instante.

—¿De verdad?

—Sí, de verdad. Y me encantaría si pudiera hacerlo en silencio.

—Podemos ir a algún sitio donde vendan gofres con chocolate. ¿A qué suena bien?

—Iremos al primer sitio que encontremos abierto. ¿A qué suena mejor?

—No seas tan antipático —lo regaño—. ¿No estás contento?

—¿De que consigas convencerme siempre para hacer lo que me pides?

—No, idiota.

—Ya decía yo.

Decido pasar de él durante un rato.

Transcurren más de quince minutos. Quince minutos en los que no conseguimos encontrar un solo lugar que esté abierto.

Mis ánimos van cada vez a peor.

—Deberíamos volver —suspiro.

—¿Ya se te ha pasado la neura?

—Está todo cerrado. Es muy temprano.

—Algo habrá abierto.

Gira una calle. Aún se está fijando en encontrar alguna cafetería que esté funcionando a estas horas.

—Neithan, déjalo. Tampoco me apetecía tanto.

—Ese cuento te lo guardas para alguien que no te conozca.

—Es en serio.

—Embustera.

—Te estoy diciendo que no me apetece. ¿Podemos irnos?

Me mira de soslayo, frunciendo el ceño.

—¿Y ahora por qué te enfadas?

—No estoy enfadada.

—Y sigue mintiendo —murmura.

—¡No miento, es que ya no tengo ganas de desayunar fuera!

—Estás gritando —me dice lo que ya sé.

—¡Porque no me escuchas!

—¿Qué no te escucho? —suelta una risa ahogada—. Ni que eso fuera posible.

Me dejo caer en el asiento, de brazos cruzados y dándole un poco la espalda.

—Eres insufrible —mascullo.

—Venga, no te pongas de mal humor.

—Qué me dejes.

No sé muy bien qué es lo que me pasa.

Creo que es la frustración de que después de tener una noche horrible, no pueda siquiera proponer un plan que le guste y encima, cuando consigo que acceda, el universo se pone en mi contra para que se cumpla.

O puede que esté malhumorada porque necesito descansar un poco. Quién sabe.

Me doy cuenta de que me he quedado absorta en mis pensamientos cuando detiene el coche. Estoy apunto de preguntar por qué lo ha hecho, cuando veo que en la esquina de la calle hay una cafetería abierta.

Sinceramente, ya solo quiero irme a casa. De repente este maldito plan me pone de peor humor.

—¿Qué es lo que querías? —me pregunta.

—Irme. Eso quiero.

—Digo de comer.

—Ya no tengo hambre.

—¿Ya no quieres desayunar en la playa conmigo?

—No.

Chasquea la lengua.




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