—Cómpreme esperanzas, cómpreme esperanzas.
Era una mujer ya anciana, con el rostro arrugado, la mirada cansada, la expresión vencida, el ánimo rendido. No parecía de este mundo, de esas calles adoquinadas donde la oscuridad de la noche hacía de la mejor cómplice para todas esas personas que pretendían ser lo que en el día no eran. Era sábado en la noche. Por esa misma razón, tal vez, todos ignoraban a la mujer, por ser un elemento que se salía por completo de la fisonomía de las calles, de esa presunta alegría de un fin de semana con amigos, cerveza, baile. Era inaudito que un espectro tan trajinado, triste y vorazmente real se atrevería a romper la armonía de aquel sábado en la noche. Era inaudito que la realidad no diera al menos un plazo para la simple diversión, un poco de entretenimiento.
Más qué cualquier otra cosa, era la carretilla. Llevaba una carretilla con sus ya débiles y trajinados brazos a causa de la edad, de todo el trabajo que implica la vida. Paseaba de noche, arrastrando el utensilio lleno de reciclaje y cosas inservibles.
—Cómpreme esperanzas, cómpreme esperanzas.
Decía cada que vez alguien pasaba por su lado. Su voz era un hilillo triste y bajo, dónde las palabras se arrastraban una tras otra con un esfuerzo que parecía sobrehumano. No terminaba de decir la primera palabra cuando los transeúntes ya le sacaban entre tres a cuatro pasos de distancia. Unos fingían estar ocupados con el celular en las manos, otros no la escuchaban por llevar audífonos en los oídos. Todos la pasaban por alto, nadie hacia un mínimo esfuerzo si quiera de escucharla. Estaban muy cansados, tanto, que solo tenían tiempo para sí mismos.
La vieja mujer, en consecuencia, seguía suplicando por sus tímidas y pobres esperanzas.
—Cómpreme esperanzas, cómpreme esperanzas.
Llevaba una gorra mal puesta, un saquito de lana morado que uno dudaba si en verdad sería capaz de protegerla del serio frío de aquella noche. Yo llevaba dos sacos, un buzo, las manos en los bolsillos, la capucha echada sobre la cabeza. Aun así, el frío me hacía tiritar y mirar a la vieja mujer mayor frío me generaba.
En ciertas ocasiones la mujer le decía a la nada que le comprara sus esperanzas. Si uno se fijaba, la mujer le ofrecía sus necesidades a las sombras que se pintaban y pasaban por el adoquín del andén, con la esperanza de que una de ellas se detuviera e hiciera algo de caso a sus suplica. No sería nada raro que en cualquier momento una de esas sombras se detuviera y algo pasara, no sería nada raro que algo tan descabellado pasara en esa noche.
Al acercarme, no vaciló.
—Cómpreme esperanzas, cómpreme esperanzas.
Su voz apenas audible, su paso lento y vacilante, los pies arrastrando la rueda pinchada de la carretilla atiborrada de artilugios.
—Cómpreme esperanzas, cómpreme esperanzas.
Sus ojos tenían un brillo inusual a causa de la humedad excesiva de los mismos. Parecía que estaba a punto de derramar lágrimas, pero las retenía con una valentía bárbara y tristemente valerosa que solo los años, tantos en su haber, son capaces de enseñar.
—Cómpreme esperanzas, joven.
¿A qué se refería con esperanzas? ¿A qué se refería con joven?
Yo eché una ojeada a los artilugios. Había de todo un poco: Un par de converses negros y viejos, igualitos a los que llevaba puestos. Una maleta negra con la cremallera dañada pero intacta en el resto de sus componentes. Una revista con Esperanza Gómez en la portada, aunque no estaba en bola, como muchos hubieran esperado. Por allí iba la cuestión de las esperanzas. Más abajo, en lo más escondido del tumulto de cosas, había un corazón intacto, que palpitaba con su regular bombeo en una caja de cartón adornada con una escarcha vieja y poco brillante. Una hoja de papel con dibujos infantiles que se movían como la proyección de una película. Los dibujos mostraban una mariposa volando en el fondo del mar y una tortuga nadando en lo alto de un cielo irregularmente azul. Los lápices de un escritor olvidado. La voz de un cantante desconocido guardada en una cinta magnética de esas negras de los cassettes viejos de una época ya casi olvidada. Los sueños de una niña hecha adulta sellados en el corazón de lana de su muñeca preferida de la infancia. Un balón de futbol que se estaba pinchando, inflado con lo que quedaba de los sueños de un niño que se fue a prestar el servicio militar a causa del conflicto constante y perpetuo que se vive en las zonas más lejanas del centro de país. Todo eso y mucho más cargaba la vieja mujer.
Yo me fijé en los converses. Eran mi calzado favorito y parecían de mi talla.
—¿Cuánto por los converses? —le pregunté.
—No se trata de dinero, joven.
Agarró los converses y los dejó en su sitio en la carretilla. Luego, se hizo a un lado y me dejó los agarraderos de la carretilla.
Convencimos a una joven pareja, un par de muchachitas y tres tipos que se pegaron a nuestros intentos de vender esperanzas.
—Cómprenos esperanzas, cómprenos esperanzas.
Dimos con calles y rutas que estaban enmarcadas en mi ignorancia atrevida de aquel pueblo grande y ancho, dónde se pintaban esas sombras largas y extrañas, con el frío de escolta, con la esperanza de guía.