Hasta que te encuentre

6. La gota que derramó el vaso

Emily se recostó en su cama con una notita en su mano. Aaron le daba una cada día con piropos o frases tiernas que se inventaba para ella. No era muy poético pero valoraba su esfuerzo.

La que le había dado en ese momento decía: "Hoy tus rulos están más lindos de lo normal, podría enredar mis dedos en ellos cada vez que te beso y sentir que viajo hasta el infinito." Le parecía tan lindo que le haga ese tipo de cartas; cada día se sentía más atraída por él y pensaba que aquello sí podría llegar a convertirse en algo más serio. Aún no lo había hablado con él y le daba miedo saber lo que él sentía respecto de eso pero creía que así como ella pensaba, tal vez, si podrían tener una relación oficial. Además creía que después de tantas cartitas de amor lo tenía encantado, asi que probablemente no perdería nada si le contaba cuales eran sus verdaderos sentimientos por él y le consultaba qué son para él y sobre qué pensaba de un futuro juntos.

Entonces tomó la decisión de hablarlo con él al día siguiente, confiando en que así resolvería su confusión, puesto que, nunca había pensado en tener un noviazgo o que nadie le había causado tanto en su corazón para querer algo así. Por eso tenía que saber que era lo que él pensaba y tenía esperanzas en que él también quiera dar un paso más con ella.

Guardó la notita en un folio de su carpeta dónde tenía las demás que también le había dado. Estaba haciendo su tarea cuando se distrajo leyendo sus cartitas y se quedó pensando en Aaron. Decidió que ya era suficiente lo que había hecho hasta ahora de la tarea y salió de su habitación en busca de su mamá, ya tenía hambre. Por lo tanto, quería saber que iban a comer para la cena.

Cuando llegó a la cocina pensó que todo lo que había pasado hasta ese momento se había tratado de un sueño porque no creía que lo estaba viendo fuera real: su hermano estaba cocinando.

-¿Qué haces?- Preguntó asustada.

-¿Tienes hambre?- Preguntó él haciendo caso omiso a su pregunta, desconcertando de esa manera a su hermana. Emily quedó callada por unos segundos, odiaba cuando la dejaba sin palabras de maneras tan tontas.

-¿Por qué lo estás haciendo? ¿Quién te enseñó? ¿Desde cuando cocinas?- Emily expresó histérica, dándole dolor de cabeza al chico por tantas preguntas.

-Mamá pidió ayuda en la cocina mientras vos estabas leyendo no sé que cosa en la habitación, tenía hambre y me puse a cocinar. No gira todo a tu al rededor, ¿sabías?- Su hermano explicó. En eso su mamá llegó de hacer las compras y la menor siguió su histeriqueo con ella.

-Emily, ¡tranquilízate! Tu hermano me está ayudando hoy.- habló su madre tranquila. -Si quieres hacer algo, puedes ayudarme con la limpieza del baño.- Dijo y la chica quedó boquiabierta, el mayor por su parte no pudo evitar reírse, enfadando de esa manera aún más a su hermana. Luego su madre dio un discurso en el que los dos ya eran grandes y no podían pelear como niños todo el tiempo, creía que a veces era divertido, puesto que, de chiquitos no pudieron hacerlo pero cansaba cuando eran tan repetitivas. Oliver la escuchaba atento, pensaba que ella tenía razón, pero no se hacía mucho cargo porque esas peleas, la mayor parte del tiempo, las iniciaba Emily. Por lo que, esperaba que ella también escuchara a su madre y le hiciera caso, ya no aguantaba sus berrinches de niña pequeña. Por otro lado, Emily solo suspiró y se fue de nuevo a su habitación.

Oliver quería acostumbrarse al espacio de la cocina, ya que, sabía que por mucho tiempo más no viviría con ellas; las quería pero desde que comenzó a vivir allí que no se sentía parte de ese lugar. Aunque en realidad, nunca se sintió parte de ningún lugar.

Sus padres se habían separado cuando Oliver tenía once años y Emily siete años. Fue así que el chico se fue a vivir con su padre y ella se quedó con su madre, por lo tanto, los dos tuvieron infancias muy distintas y por eso también son tan diferentes.

Los primero años no fueron tan graves, su padre estaba convencido de que ellos volverían ilusionando de esa manera al pequeño. Cada vez que veía a su madre entrar por la puerta principal pensaba que se arreglarían las cosas, pero solo venía a dejar a su hermana para que esté con ellos el fin de semana, a hablar con su padre sobre los papeles del divorcio y a estar un rato con él, cada día parecía más insuficiente y su ilusión se iba apagando.

Al año y meses de la separación su padre estaba muy depresivo y una vez que los papeles del divorcio ya habían finalizado entró en una adicción con el alcohol. Al principio el chico pensó que era normal, tenía trece años y pensaba que los adultos se desahogaban de su dolor de esa manera, pero cada vez eso empeoraba y cuando fue más grande creyó que no era tan normal que su heladera esté lleno de botellas de cerveza y que a veces no tengan para comer. Su hermana, por otro lado, con los años dejó de visitarlos pero su madre lo llamaba siempre para que no perdieran la relación.

Oliver creía que su familia ya estaba demasiado rota, pensaba que jamás iban a solucionarse las cosas, cada día su padre estaba más irritable y pensaba que su madre también se había separado de él. Se sentía solo, la adicción de su padre era bastante notoria, y no se lo quería contar a su madre cuando lo llamaba o la veía en algún lado, fingía que todo estaba bien porque creía que él podía ayudar a su padre solo y no necesitaba de su madre.

Antes de cumplir sus dieciocho años pasó la gota que derramó el vaso. Su padre lo echó de la casa tras una discusión que tuvieron y se quedó un par de días y noches en la casa de un amigo, esos momentos fueron los más desesperantes, al mismo tiempo los más vulnerables para él, y no supo que más hacer o a dónde de ir. Por lo que, cuando su madre lo invitó a desayunar un día, terminó explotando y tuvo que contarle. Ella se sintió muy apenada y arrepentida por todo, le pidió que dejara de trabajar como lo estaba haciendo y que se quedara a vivir con ellas; él estaba agradecido pero en su corazón aún había dolor por todos esos años en los que ella estuvo distante.




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