Susan y Mike no dijeron una palabra cuando encontraron pequeñas pelotitas para gatos, de esas con luces que se activan con movimiento, en cada cuarto, desde el foyer hasta el estudio del tercer piso. Ignoré la mirada que intercambiaron y no les di ninguna explicación.
Tras un mes entero viviendo en Casa Blotter, había aprendido que si bien los Blotter tenían su propia dimensión temporal, las coordenadas geográficas no cambiaban. Las pelotitas me permitían no perturbar sus rutinas, como entrar al salón oriental cuando Lizzie estaba dándoles clases a los mellizos, o molestar a Joseph o Edward mientras leían en la biblioteca. Así, ellos sólo precisaban mover una mano cerca de las pelotitas para que yo supiera que estaba interrumpiendo algo. Al mismo tiempo, las usaban para avisarme que uno de ellos se me unía donde yo estuviera, y la app me decía quién era.
Me gustaba reunirme con ellos antes de la cena. A fines de agosto, casi me había habituado a que la TV de la cocina se encendiera sola cuando los mellizos querían mirar dibujos animados. De todas formas, ninguno de ellos revelaba su presencia delante de Susan y Mike. Nunca pregunté por qué los caseros no les caían bien, considerando que los Collins le dedicaban su vida a la mansión. No quería ser entrometida, y no quería enterarme de nada que tensara mi relación con la pareja. Ya bastante tenía con la manía de Susan de controlar todo y tratarme como a una molestia pasajera.
Mientras tanto, como la vida real se había vuelto tan extraña y fascinante, abandoné mis fallidos intentos por escribir ficción y empecé a llevar un diario. Allí relataba mis experiencias en Casa Blotter, desde el día en que escuchara el nombre por primera vez. Si me mantenía constante, estaba segura que eso era suficiente para escribir una historia mucho mejor que cualquier cosa que mi imaginación pudiera concebir.
Resultó cierto, aunque no estoy segura de que no hubiera preferido equivocarme.
La app funcionaba mejor sin internet. Cuando la usaba sin desconectar el teléfono, soltaba palabras al azar que entorpecían cualquier conversación que intentaba sostener con los Blotter. Pero los smartphones están hechos para estar todo el tiempo conectados, y mi teléfono no tardó en amenazar con dejar de funcionar si no descargaba todas las actualizaciones pendientes. Acabé comprando online una tablet, que permanecería desconectada y me permitiría mantener mi canal de comunicación con ellos siempre abierto y sin interferencias.
Imaginen mi sorpresa cuando una tarde a fines de septiembre, regresé del Quabbin y hallé la tablet abierta en un documento de texto que decía: Puedo usar esto. J.
—¿¡Qué!? —exclamé—. ¿Estás por aquí, Joseph?
—Sí —respondió la app.
—¿Tú escribiste esto? ¡Es fantástico! ¡No tenía idea que ustedes podían usar un teclado digital!
—Difícil.
—¿Quieres decir que les consume mucha energía?
—Sí.
—Muy bien, déjame fijarme. Tal vez pueda encontrar algo que les facilite las cosas.
—Bien.
—¡Imagínate! ¡Podrían dejar de hablarme a lo Tarzán!
—Al fin —respondió, haciéndome reír.
Pasé varias horas probando diferentes apps, hasta que encontré una que ofrecía las opciones de configuración personalizada que estaba buscando. Estaba diseñada para personas con problemas de dicción, y me permitía agregar las palabras más frecuentes en barras en torno a la pantalla principal, para ahorrarles el tiempo de tipearlas letra por letra. Cuando la oración estaba completa, tocar el ícono de la bocina activaba un motor de TTS que la leía en voz alta. Lo que más me gustó es que podía generar una barra con las palabras más repetidas por el usuario, para tenerlas a mano.
Y durante mi búsqueda, encontré otra app para cazafantasmas que prometía captar más de una palabra por vez, incluso oraciones cortas enteras. Y hasta las reseñas negativas decían que funcionaba.
Ninguna de estas dos apps era gratis, pero recordé que ya no era pobre y compré ambas. Después de personalizarlas lo mejor que pude e instalar la app para hablar también en mi teléfono, llevé la tablet al salón oriental, donde no había nadie. Por supuesto, ya era la hora de la cena.
La pelotita sobre la mesa del comedor principal se encendió tan pronto me acerqué a las puertas abiertas, y oí un rumor apagado como de platos y cubiertos.
—Perdón por molestar —les dije a las sillas vacías.
—No hay problema —respondió la app nueva, probando que realmente captaba más palabras por vez.
—Nueva app —sonreí, y les mostré la tablet—. Creo que encontré una forma de escribir que puede servir. Dejaré la tablet cargando en el salón oriental, por si quieren probarla.
—Biblioteca.
Eso quería decir que los hombres la inspeccionarían primero. A veces costaba tener presente cómo eran las cosas en la época en la que habían vivido.
—Muy bien. Échenle un vistazo y mañana me dicen qué opinan.
—Buena idea.
—De todas formas, la app de mi teléfono sigue abierta, en caso de que precisen algo. Buenas noches, que descansen.
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Editado: 22.07.2023