Cuando Amy se fue, la mansión pareció demasiado grande y vacía. Adoraba vivir con los Blotter, pero sólo ahora me daba cuenta que había echado en falta un poco de simple compañía humana. Sobre todo alguien como Amy, ante quien no precisaba ocultar cómo era mi vida realmente. Ese día salí a correr más tiempo de lo que solía y pasé varias horas tocando la guitarra, no en el salón oriental sino en mi dormitorio. Los Blotter respetaron mi necesidad de soledad y no dieron señales de su presencia, salvo los ruiditos habituales.
Al día siguiente, un vistazo al calendario bastó para entender por qué me sentía tan triste y sola. Faltaba muy poco para el aniversario de la muerte de mamá, pero nunca se había tratado sólo de esa fecha. Después de luchar durante años con el cáncer que seguía regresando, mamá había pasado sus últimos días en el hospital, nadando en morfina que apenas mitigaba el dolor insoportable que la torturaba. El día que murió no se comparaba con los anteriores, porque había sido como una liberación: finalmente había dejado de sufrir, estaba en paz. Lo que siempre me deprimía no era tanto el aniversario, sino el recuerdo de esa semana espantosa.
Pasé toda la mañana en el estudio del tercer piso, actualizando mi diario con la visita de Amy. Y la de Brandon Price. Al escribir sobre ese momento, me di cuenta que no sabía cómo expresar con exactitud lo que sintiera durante esos pocos minutos con él. Había resultado más alto de lo que creía y tenía una presencia intimidante. Seguía negándose a ayudarme y me trataba como si fuera una niña. Y tenía que recordarme su edad para tratar de no encontrarlo tan atractivo. No tenía la suficiente para ser mi padre, pero bien podría haber sido el hermano menor de mamá, ese tío joven y atractivo que vuelve locas a tus amigas cuando llega de visita. Bla, bla. Tenía que aprender a dejar de dar vueltas e ir al grano. A pesar de que ya tenía treinta y siete años, seguía viéndose para llenar la casa de posters, aunque se escondiera bajo esas ropas holgadas y la gorra. Y al fin y al cabo, había venido para darme lo único que tenía en su poder que podía ayudarme, ¿no? Eso también debería contar a su favor.
Por la tarde, después que Susan y Mike se fueron, volví a tener ganas de tocar la guitarra. Sabía que me iba a deprimir, y se me ocurrió que podía hacer algo más que llorar y sentirme mal. Tomé mi guitarra y me dirigí al salón norte. La puerta estaba entornada, pero llamé igual.
—Adelante —dijo la app del teléfono.
Abrí la puerta y me quedé en el umbral. —¿Edward? ¿Joseph?
—Edward. Irás al sótano.
Asentí encogiéndome de hombros y le expliqué la fecha, mi estado de ánimo y mi idea.
—¿No es peligroso?
—No lo sé. Por eso quería preguntarles si uno de ustedes puede venir conmigo.
—Por supuesto. Vamos.
Mi razonamiento era simple: no podía evitar sentirme deprimida y quería hacer algo positivo con mi tristeza. Kujo pronto precisaría toda la fuerza que pudiera reunir, entonces por qué no darle estos sentimientos que no podía evitar.
Se dio cuenta apenas me senté frente a su rincón con la guitarra.
—Fran triste —dijo.
—Sí —respondí tratando de sonreír—. Se me ocurrió que te gustaría un bocadillo.
—No.
—Fíjate si puedes aprovecharlo sin lastimarme, ¿de acuerdo?
Oí uno de sus roces contra el suelo, como si se acercara. Las baladas de mamá eran perfectas para la ocasión, así que toqué y canté más de una hora, dejando que las lágrimas cayeran cuanto quisieran. Edward no intervino hasta que terminé.
—¿Cómo te sientes? —preguntó después de la última canción.
—Creo que bien. Dame un momento. —Intenté incorporarme y no me sentí mareada ni nada—. Estoy bien. Gracias, Kujo. Seguramente tendré más para ti mañana.
—Cuídate Fran.
—Pero estoy bien, Edward.
—Yo no hablé.
Tenté una última sonrisa hacia el rincón, los ojos todavía llenos de lágrimas. —Tú también, Kujo.
La cocina se sentía atestada cuando volví a subir las escaleras. La pelotita destellaba y las tablets empezaron a soltar palabras tan pronto cerré la puerta. Dejé la guitarra contra la pared y fui a hacerme un café, mientras los Blotter protestaban y me regañaban por lo que acababa de hacer. Los dejé expresar su opinión y regresé a la mesa con mi tazón lleno y humeante y un par de mantecados.
—¿Estuve en peligro en algún momento, Edward? —pregunté sentándome.
Silencio.
—¿Edward?
—No.
—¿Qué fue lo que viste o percibiste?
Otra larga pausa, pero el leve bip-bip de la pantalla táctil indicaba que Edward quería darme una respuesta completa.
Al parecer, Kujo se mostraba reacio a alimentarse de mi tristeza y la dejó fluir sin siquiera tocarla, hasta que se acumuló como un charco en el rincón. Sólo entonces la probó, en breves sorbos. Cuando dejé el sótano, todavía tenía casi todo en el charco a sus pies.
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Editado: 22.07.2023