Una semana. Eso fue cuanto pude resistir. Mi conversación con Amy sobre Brandon resultó ácido de batería en mi mente, corroyendo mi decisión de tener una vida libre de Cazadores.
Era domingo por la tarde, y el mundo desde todas las ventanas estaba cubierto por el blanco más puro que hubiera visto jamás. Había estado nevando al menos un par de horas cada día desde que regresara de Pennhurst, y el único quitanieves a cargo de mantener Greenwich Road abierto no daba abasto.
Tras el incendio en la casa de huéspedes, Mike había contratado a los mejores deshollinadores de todo Massachusetts, para asegurarse que a las chimeneas de la mansión no les diera también por los fuegos artificiales. Así que yo ahora tenía calefactores con llamitas pequeñas pero reales en la cocina, el salón oriental, mi dormitorio y el estudio.
Domingo por la tarde, decía. Blanco hasta donde alcanzaba la vista desde el sillón bajo la ventana del salón oriental. Alabé la última obra de arte de Charlotte en su pizarra magnética y les deseé buenas noches a los Blotter cuando se fueron a cenar.
Mis ojos se toparon con mi teléfono, oscuro y silencioso sobre la mesa de café, y saltaron de regreso a la ventana. Para volver a él un minuto después y volver a apartarse de inmediato.
Cinco minutos más tarde, harta de mí misma, tomé el maldito aparato y abrí mi lista de contactos. Mi pulgar precisó un empujoncito para presionar el nombre de Brandon. Un mensaje, porque no me atrevía a llamarlo. No así, de la nada un domingo por la noche, después de seis semanas de silencio de radio.
Me quedé mirando el mensaje en blanco. ¿Qué iba a escribirle? No tenía nada para decirle. Nada para preguntarle. Nada de nada. Mi conversación con Amy. Cierto, eso. Como tantas veces a la hora de escribirle, tipeé y borré el mensaje varias veces, hasta que logré decidirme.
“¡Hola! Amy me dice que quieres entrevistarla aquí. Recuerda avisarme cuándo vienes con un par de días de anticipación, así puedo procurarme algo de comida vegana para ti.”
Listo. Ninguna pregunta. Nada personal. No requería respuesta inmediata. Sí, podía vivir con eso. Aunque precisé respirar hondo varias veces antes de enviarlo.
Y aun así, conservé el teléfono en mi mano, esperando sentirlo vibrar.
No lo hizo. Ni en los minutos siguientes ni en las horas siguientes.
Ahí tienes. No buscaba una excusa para verme. Amy se imaginó cosas donde no hay nada. Nada.
Pero aún moría por verlo. Tanto, que me sentí lo bastante valiente para tolerar un episodio de Cazadores durante la cena. Que era lo peor que podría haber hecho, por supuesto. Porque sólo alimentó ese anhelo enfermizo que sentía.
Volvía a nevar cuando terminé de limpiar la cocina, y me conocía lo suficiente para saber que aún me faltaban un par de horas para poder irme a dormir. Así que me hice un té y me dirigí a mi habitación.
Mientras Joseph, y especialmente Edward, disfrutaban las bondades de las bibliotecas virtuales en las tablets, yo había descubierto un tesoro incalculable de libros en las bibliotecas de la mansión. Un par de semanas atrás, Joseph me había hecho leer a un tal Márái Sándor, un autor húngaro que a él le gustaba. Había traído la mayoría de sus libros a la mansión antes de morir, y ahora yo tenía la oportunidad de disfrutar el placer de leer un excelente libro de páginas amarillentas junto al fuego. Hasta tenía varios cojines en la alfombra frente al hogar en mi dormitorio, para recostarme ahí a leer cuanto quisiera.
Esa noche, estaba por la mitad de A la Luz de los Candelabros, y disfrutando cada palabra, así que no importaba si no tenía sueño. Me echaría a leer junto al fuego, y con sólo alzar la vista hacia la ventana podía contemplar la nevada en la noche serena y silenciosa.
Estaba perdida en la historia cuando sonó mi teléfono, sobresaltándome. Seguramente Trisha acababa de darse cuenta que no le resultaría sencillo regresar a la mansión al día siguiente.
Tomé el teléfono y mi corazón recordó el concepto de estampida.
No era Trisha.
Era Brandon.
En facetime.
No podía hacer nada para calmarme antes que la llamada fuera a buzón de voz, así que atendí.
—Hola, jovencita.
—Hola, anciano.
Y ya no precisaba calmarme. Dos palabras y una sonrisa. Eso era cuanto le había demandado hacerme sentir bien. Era delicioso y atemorizante al mismo tiempo. Volver a verlo fue como despertar de un sueño largo y opaco.
Estaba en un dormitorio, recostado en una cama con varias almohadas bien gordas tras su espalda. Vestía una camiseta blanca de mangas cortas como para despertar a todas las mariposas infernales que hibernaban en mi estómago. ¡Mierda! Se veía fantástico. Tenía el cabello más corto que cuando nos conociéramos, y su barba de dos días se había transformado en un delgado bigote y una prolija perilla que apenas le cubría el mentón.
Hija de una fan a morir de clásicos de piratas como El Corsario Negro, el nuevo look de Brandon hizo que automáticamente me lo imaginara en el puente de mando de un barco a vela con una bandera negra flameando sobre su cabeza y una espada al cinto. Oh, no, justo lo que me hacía falta, que se viera como un pirata. Aún perdida en mis visiones de Brandon surcando los siete mares, de casualidad escuché que me hablaba.
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Editado: 22.07.2023