El hombre de fríos ojos grises y de duros rasgos miraba por la ventana con impaciencia y ansiedad. Raramente se sentía nervioso, pero en aquella ocasión un extraño sentimiento apretaba sus entrañas ligeramente. Corrió la cortina, cerrándola, y entonces la luz dejó de darle en el rostro. Se sentó en el hermoso sillón de cuero negro tras su enorme escritorio, y juntó sus dedos, pensativo. Mientras esperaba, el sonido de las agujas del reloj lo volvieron loco. Se levantó tras unos minutos, y con un suspiro, tomó el antiguo reloj de madera que se lucía sobre la mesa, y lo echó en la basura. No había problema con ello; podría comprarse cincuenta relojes más como ese si así lo deseaba.
En ese momento, alguien tocó la puerta. Él se colocó velozmente tras el escritorio, parado y erguido, con ambas manos tras la espalda. La puerta se abrió lentamente, y la empleada dejó pasar a un hombre de mediana edad tras hacerle un gesto gentil con el brazo. El señor, de ojos café y cabello casi tan largo que le llegaba a los hombros en muy ligeras ondas, le sonrió con amabilidad y entró a la habitación tras cerrarse la puerta.
—Encantado de recibirte nuevamente, Seymour —dijo el hombre de ojos y cabellos claros—. Por favor, toma asiento.
Tras dirigirle un gesto sobre el segundo sillón que se encontraba frente al escritorio, Seymour Foissard se sentó con normalidad.
—Opino lo mismo —respondió—. Vaya, no recordaba los sillones encuerados.
—Son nuevos —aseguró, volviendo a cruzar los dedos sobre el escritorio.
Seymour, con los ojos fijos en la pared y mordiéndose momentáneamente el labio superior, se echó sobre el asiento y cruzó las piernas. En aquel momento, visto de perfil, parecía que sus rasgos franceses resaltaban, con aquella nariz respingada y la cara un tanto ovalada.
—Bien —comenzó—, creo que tenemos un asunto importante que atender.
—Sin dudas —respondió, tranquilamente—. Supongo que ya todos sabemos lo que sucedió hace una semana.
—Nadie deja de hablar de eso —resopló—. No paro de oír por todos lados que fue la tormenta más fuerte y rápida de crear que se haya visto en varios años.
—Bueno, hay que reconocer entonces que tiene buenos indicios para nuestras habilidades.
Seymour rió por lo bajo, sin ánimo.
—Tiene buenos indicios para arruinarlo todo —protestó—, pero no es en eso en lo que me concentro —dejó de observar las paredes llenas de cuadros y miró hacia su socio con una mirada fría y espeluznante. Habló como si saboreara las palabras con placer—, sino en el enorme poder que tiene para hacerlo.
No le sorprendía que dijese aquello. Seymour siempre tuvo esa fascinación por quienes tuvieran una potencia excepcional; por quienes poseían esa energía, fuerza, poder, con los que muy pocos contaban. Estaba obsesionado con ese tipo de personas.
—Sin dudas nos hemos percatado de que…
—Nuestro plan fracasó, Abner —lo interrumpió con tanta ferocidad que pareció haberle gritado, cuando en realidad su tono de voz era muy bajo y sereno—. ¿Cómo puede ser que una misión tan simple se haya frustrado? —De repente, apoyó ambas manos sobre el escritorio con brusquedad— ¿Cómo puede ser que los Hijos de Ignis hayan pensado en el mismo plan?
Mencionaba aquel nombre, el de sus infinitos enemigos, con un desprecio y una repugnancia que se notaba hasta en sus ojos café. Abner le mantuvo la mirada, hasta que Seymour Foissard retiró sus dedos de la mesa.
—¿Qué podíamos hacer? —fue lo primero que le contestó, con voz serena y tranquila— ¿Tocar la puerta de la muchacha, decirle que no es una simple chica entre los mundanos, que tiene «poderes» y que tiene que venir con nosotros a un lugar que desconoce por completo, para que aprenda a controlarlos y se una al bando correcto: el nuestro? —meneó la cabeza— Nos habría tachado de locos; se habría alejado eternamente de nosotros y de cualquier cosa relacionada a nuestro mundo. Se habría negado rotundamente a participar de algo tan descabellado para los mundanos. No —añadió, terminante—. Nuestro plan fue correcto. Debíamos infiltrarnos casualmente en su vida, ser parte de ella, ir de a poco entrando en su mente, convenciéndola de lo mejor que estaría con nosotros, de que…