Siempre me he preguntado cómo se ve el amanecer, ¿qué se sentirá poder pararte en el suelo y observar el horizonte donde el sol hace su primera aparición por la mañana?
Recuerdo que, cuando aún tenía edad para ser admitida en la escuela de la villa, el maestro Floyd nos comentó que cuando era pequeño él se levantaba cada mañana y subía al techo de su choza para contemplar el alba. Todo esto antes de que los muros que nos rodean existiesen.
Son de tres metros, más o menos, y poseen una facilidad asombrosa para privarnos a nosotros, descendientes de quienes fueron rebeldes, de placeres tan sencillos como observar el amanecer, el mar cercano a nuestra villa o los árboles altos y frondosos que rodean los muros desde afuera.
La villa de los rebeldes es un conjunto de casas que el Rey Russell III encerró dentro de unos muros de piedra hace treinta años. A pesar de que ya han pasado tres década, los muros siguen tan vigentes como antes. No obstante, es verdad que con los años la vida de aquí adentro fue mejorando, se crearon tales cosas como la enfermería, la escuela, el campo de entrenamiento y el taller.
Cuando paso frente a la laguna que está en medio de la villa, me detengo un momento; estoy segura de que ayer el agua estaba más sucia que ahora.
Mis botas de cuero me juegan en contra cuando siento el pinchazo de una pequeña piedra en la planta del pie. Me veo obligada a acercarme a la laguna, y sentarme sobre una de las grandes rocas que la rodean.
—Buenos días, Helena —me saluda Anna, una señora ya mayor que pertenecía al grupo de los rebeldes.
Mi madre me contó la historia de Anna, dijo que ella era una mujer que lideraba el grupo de rebeldes junto a su esposo. A él lo mataron, y a los hijos que ambos compartían también, tan solo dejando a Anna con el bebé que llevaba en su vientre.
—Buenos días, Anita —le digo, sonriendo.
Ella sonríe de igual forma y luego continúa con su tranquila caminata en dirección contraria a la mía, por lo que presumo que irá al comedor público para ayudar a mi madre a cocinar para todos los habitantes de la villa como a diario lo hacen.
Me enderezo y vuelvo al sendero de rocas pequeñas para ir a la enfermería, dejando el lago atrás. En cuanto estoy a unos metros, noto que hay más gente de lo habitual alrededor, pero no son los superiores, sino vecinos que se empujan entre sí para ver el interior de la caseta a través de las ventanas.
Arqueo las cejas, no es normal que haya tanta gente asomada a la enfermería. Por lo general, las personas corren de nosotros, quienes velamos por su salud con dolorosas vacunas y asquerosas medicinas.
Tras un breve análisis, me apresuro en correr en dirección a ellos a fin de disipar mis dudas.
—Buenos días, buenos días —canturreo en cuanto llego. Los empujo poco a poco hasta que logro ingresar a la gran sala en donde los médicos con unos distintivos trajes de color negro se encuentran parados alrededor de una camilla.
Me quedo quieta en la entrada, no puedo acercarme sin la autorización de alguno. Como pertenezco a un rango inferior a los médicos, consideran que la ayuda de principiantes -como nos llaman a Sisa y a mí- es innecesaria cuando de casos graves se trata.
—Helena —susurra alguien—. Helena, aquí.
Me giro hacia la izquierda y me encuentro con Sisa, mi amiga de infancia, que me toma del brazo y tira de mí para colocarme a su lado.
—¿Qué ocurrió? —murmuro, sin apartar la mirada del grupo de profesionales.
Ambas movemos las cabezas de lado a lado, arriba abajo, para intentar entender qué está pasando con el nuevo paciente.
Los médicos hablan entre ellos, fruncen el ceño y otros se frotan la frente pensativos. Definitivamente necesito asomarme para ver.
—Hace diez minutos trajeron a un sojero —contesta en voz baja.
—¿Lo golpearon?
Ella asiente, y una mueca de angustia se dibuja por toda su cara.
—¿Se sabe quién es?
—No, es casi nuevo. Llegó del pueblo hace poco —me cuenta, frunciendo las cejas—. ¿No te enteraste?
Niego con la cabeza.
El pueblo es un lugar similar a la villa de los rebeldes, solo que sin muros y mucho más grande -según palabras del maestro Floyd-. Queda a unas pocas horas de aquí.
—¿Qué tan mal está? —le pregunto después de un rato en silencio.
—No lo vi bien. Los demás sojeros lo trajeron con mucha prisa, lo dejaron y casi al instante los médicos se pusieron a su alrededor.
Al igual que yo, Sisa es una sencilla principiante en el mundo de la medicina, por lo que es seguro que no la dejaron acercarse. Además, se especializa en infecciones y gripes, así que no será de gran ayuda en estos momentos.
—Dijeron que se negó a seguir trabajando si no le daban un vaso de agua —comenta, alzándose de hombros—. La misma porquería de siempre.
—Pero, ¿qué hacía en el campo después de todo? Apenas está amaneciendo, se supone que a esta hora los agricultores recién deberían estar partiendo.
—El rey exigió el trigo y la soja antes de lo acordado, así que debieron adelantar la cosecha. Trabajan antes de la puesta del sol desde hace una semana, ¿como es que no te enteraste? Tu padre es sojero.
—Los del grupo de la tarde conservan su horario normal, Sisa.
Los agricultores se dividen en dos grupos. Los del turno de la mañana y los de la tarde.
—Practicantes —nos llama la atención el médico de cabecilla.
—¿Sí, superior? —preguntamos ambas al unísono, nos enderezamos y colocamos nuestras manos a nuestros costados.
Los médicos oficiales son los que reciben el título dado por el rey Russell, para ser aprobados deben demostrar que realmente tienen un vasto conocimiento, al menos lo suficiente como para encargarse de la salud de las personas que residimos en la villa. Un principiante puede solicitar su título oficial al rey cuando cumple la mayoría de edad y ha trabajado durante un tiempo en la enfermería de aquí, pero se debe esperar mucho tiempo para ser aprobado.