Hell

1

Dani despertó de golpe y con la respiración agitada, sentía todo el cuerpo sudado y el corazón le iba a mil por hora. Miró a todos los rincones de la habitación, atemorizado aún por el terrible sueño que había tenido, al caer en cuenta de que se encontraba a salvo, soltó un suspiro de alivio. Restregó cansadamente su rostro con ambas manos quitando el sudor de su frente y abrió la boca en un enorme bostezo. Tenía la tentación de volverse a dormir, pero sabía que aunque lo intentara no lograría hacerlo. Aún así, la seductora calidéz que desprendía su cobertor y la suavidad de las sábanas lo arrastraron nuevamente a acostarse y acurrucarse entre ellas como un niño pequeño. Su vista se fijó en el  alto e inclinado techo de madera y las tres vigas de metal que lo sostenían paralelamente de forma vertical sobre él. No terminaba de acostumbrarse a despertar en ese lugar, para él era tan... Diferente. Su antigua habitación en Verona era diferente, vivía en un pequeño departamento en el centro. Era perfecto, cada rincón de él se había acoplado a su familia y en especial a él. Añoraba su habitación, a sus amigos y su ciudad, todo. Se sentía como un completo extraño en su nueva casa. Se lo comentó a su familia con anterioridad, para sus padres era de esperarse, asumían que era a causa del brusco cambio de ambiente y le restaron importancia, no llevaban ni tres días en el lugar.

Al joven le alegraba mucho el ascenso de su padre, pero cuando les dijo que tendrían que mudarse le sentó como una navaja a la yugular. Su mente se negaba rotundamente a abandonar el sitio donde había crecido, estaba fúrico, dolido y asustado. Era una de esas personas que cuando se apegaba a algo era casi imposible alejarlo de él, más si se trataba de una idea, al punto tal de casi ser obsesivo, pero en aquella ocasión había algo más grande que sus intensos sentimientos de por medio. Su familia. Veía a sus padres tan felíces que no podía desilucionarlos de ese modo, su hermana, que no era del tipo de persona que desbordaba interés por viajar o si quiera cambiar de habitación, estaba que brincaba de la emoción. No obstante, sabía que su padre había trabajado mucho por ese ascenso entonces, ¿quién era él para destrozar de ese modo los sueños de su papá? Él se había sacrificado mucho por la familia durante tantos años, ahora le tocaba a él corresponderle, lo amaba y si eso lo hacía felíz estaría dispuesto a intentarlo y a dejar su egoísmo a un lado. Por supuesto, su carácter lo aorilló a manifestar su desacuerdo, pero no se negó a hacerlo y hasta puso buena cara ante el asunto. Llegó al sitio con la idea de que podría intentar acostumbrarse, pero para alguien como él no resultaba tan simple acoplarse al cambio. 

La puerta de su habitación se abrió lentamente emitiendo un rechinar sutíl. Dani estaba tan adormilado que no se percató de esto hasta que fue demasiado tarde. Una masa pequeña se subió a la cama corriendo y comenzó a saltar sobre él y a querer meterse dentro del cobertor con el que estaba arropado.

— No... Deja... Quédate quieto...— balbuceó el castaño quitándo el cobertor de su rostro. De inmediato su cara se vio asediada por multiples lamiditas que dejaron su rostro humedo.— ¡No!. ¡Roko, quédate quieto, bájate...!— exclamó el chico deteniéndo al pequeño cachorro de pastor alemán que invadía su cama. Una risilla se escuchó desde la puerta llamando la atención del joven. Una mujer castaña de casi cuarenta años se encontraba recostada en el marco de la puerta con los brazos cruzados y una sonrisa en el rostro.

— Alguien quería ser el primero en darte los buenos días y felicitarte.— dijo la mujer sin modificar la hermosa expresión de su rostro. Samanta, la madre de Dani, era una mujer alta, pero no más que su hijo, piel blanca y pulcra como el marfíl, poseía un rostro angelical que contrastaba con aquellos ojos avellana de mirada suspicáz y traviesa. Tenía un don extraordinario para robar los suspiros de todo aquel que la veía, tenía cabello castaño y cuerpo bien definido producto de su constancia y disciplina en el gimnasio durante años. Cargaba una camiseta y una licra deportiva al cuerpo acompañada de zapatos deportivos. Seguro venía de su trote diario, pensó Dani.

— Seguramente, o lo más probable era que quería expropiar mi cama para él. — rió viendo al perrito acostado sobre su almohada con las patas hacia arriba y moviendo la cola de un lado al otro. Su madre se acercó a él y lo abrazó acogedoramente.

— Felíz cumpleaños mi amor, quiero que sepas que te amo mucho, mucho, mucho. — expresó ella con entusiásmo. Al muchacho se le escapó una sonrisa de los labios al ver el amor que le profesaba su madre. Correspondió el abrazo conmovido.— Baja, ya tu desayuno está listo.— Dijo su madre culminando el gesto con un beso en la mejilla. Se levantó de la cama disponiéndose a salir de la habitación. Dani asintió a su petición y aún algo somnoliento se levantó y entró al baño de su cuarto. La luz del pequeño cuartito estaba encendida cuando entró, no se preocupó en ningún momento pues él mismo la había dejado así desde la noche anterior. Su madre y demás familiares no ponían quejas al respecto, sabían que a Daniel le aterraba la oscuridad total a un punto drástico, más no sabían la razón.

Desde que llegó a la familia con tan solo cuatro años, Daniel no toleraba estar a oscuras y menos si se encontraba solo. Por las mentes de sus familiares no podían pasar ideas del horroroso suceso que pudo haber traumatizado a Daniel de tal manera que, aún contando con dieciocho años de edad, siguiese teniendo el mismo terror de aquel pequeño. Intentaron preguntar al orfanato en cuanto llegó a casa de los Tower y en medio de un apagón, notaron la seriedad del problema con sus propios ojos, pero fue inútil. Los encargados del orfanato alegaron que cuando lo encontraron divagando por la ciudad y lo llevaron al sitio ya tenía ese problema. La magnitúd de su miedo era tanta, que se escabullía para dormir en el recibidor del orfanato donde siempre dejában las luces encendidas por si traían a algún pequeño a mitad de la noche, pues el hecho era que tampoco quería causar problemas, no quería dormir en la habitación con los otros niños porque debían apagar la luz para que los demás descansaran. Optaron por ponerle una lámparita de noche, pero no le era suficiente. Los psicólogos a los que asistió le diagnosticaron nictofobia, pese a ello, nunca pudieron descifrar el orígen del trauma. Dani nunca quiso hablar al respecto, ni con el personal del orfanato, ni con sus amigos, ni con los doctores, ni siquiera con su familia. Se negaba rotúndamente a ello. Catorce años después ese miedo aún seguía latente y fresco como el rocío.



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En el texto hay: sangre, demonios y misterio

Editado: 15.04.2020

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