—¡¡Gané!! —exclamó una niña de siete años con el cabello negro y los ojos claros, alzando los puños al aire—. ¡En tu cara, Den!
Deneb se dejó caer teatralmente sobre el pasto.
—¡Oh, no! ¡Izar! ¡Tu hermana me ha vencido... otra vez! —dijo, fingiendo tristeza con exageración dramática.
Izar, que tenía un trapo colgado al hombro, le sonrió con cariño.
Deneb había ido de visita a la aldea Meztica, que colindaba con la de Atzopan, en el estado de Agua. El lugar estaba cubierto de pasto verde y coronado por un cielo claro y azul. Había colinas enormes llenas de flores, muy distinto a lo que el resto de los elementales creían de Meztica: un lugar lleno de rocas y lava ardiente.
—¿Qué hará ahora el sucesor del gobernador Valkareth? —dijo otro niño de cabello castaño con voz de locutor—. ¡Hijo de Auren e Ilyara Valkareth, gobernantes queridos del estado de Fuego! ¡Sobrino de Cygnus Valkareth, gobernador actual! ¿Qué pasará ahora que ha sido vencido por Raisa Viriel, una niña no-elemental?
Deneb se rió, y justo en ese momento Zaihn se lanzó a su estómago en su forma más pequeña, sacándole el aire de golpe.
—¡Deneb Valkareth ha caído en desgracia, niños! —continuó Izar, divertido—. ¡Ahora dejemos que el sucesor se levante de tan humillante derrota!
Izar alzó a Zaihn de su pecho, pero el voraken se aferró a la camisa negra de Deneb con sus uñas.
—Vamos, Zai, deja que tu amo se levante —dijo Izar—. Mamá quiere que vayamos a comer.
Zaihn alzó las orejas con interés y al instante siguiente ya estaba en la puerta de la casa.
Deneb soltó una risita y alzó las manos para que Izar lo ayudara a incorporarse. Dejando caer todo su peso muerto, hizo que su amigo tuviera que esforzarse bastante para levantarlo.
La sonrisa radiante de Izar le trajo a la mente los días en que jugaban a las escondidas en la mansión, y su madre los encontraba detrás de un árbol mientras se reían a carcajadas.
Deneb lo tomó del hombro, y lo guió hacia la casa, mientras Raisa corría detrás de ellos, despidiéndose de su amigo con una reverencia burlona.
—La comida está lista. Lávense las manos y siéntense —dijo la madre de Izar al entrar.
La casa era pequeña, con solo dos cuartos y una sala-comedor juntos. A Deneb le habría encantado que la familia de Izar pudiera vivir en un lugar más cómodo, más digno. Pero tras el decreto, poco se pudo hacer por ellos. Todos los sirvientes habían sido enviados a la aldea Meztica. Solo porque su tío encontró un terreno especial —aún dentro del estado de Fuego, pero lo bastante apartado como para no levantar sospechas— pudieron establecerse ahí. Después de todo, sus sirvientes eran más que eso: eran su familia.
Al sentarse a la mesa de madera algo desvencijada, la señora Viriel le sonrió con calidez y le sirvió la comida a él antes que a todos.
—Me alegra que hayas podido venir, pequeño Den. Hace más de un mes que no aparecías. Pensé que algo te había pasado —dijo con su voz dulce y maternal.
Deneb le devolvió la sonrisa. Bajó la mirada al plato y murmuró:
—Hubo algunos... inconvenientes.
Inconvenientes en forma de un heredero que cada vez demandaba más atención, y que lo arrastraba todos los fines de semana a convivir con un grupo con el que apenas y se entendía. Bueno... excepto Elian. Él era el mejor de todos.
—¿Y cómo está la encantadora Lyra? —preguntó la señora con genuino interés—. ¿Qué ha hecho?
Deneb, más animado, tomó un pedazo de pan y respondió con orgullo:
—Mi hermana está a dos años de terminar la carrera. Dice que después va a trabajar en el hospital general.
El rostro de la mujer se iluminó, y durante la siguiente hora se dedicaron a ponerse al día. Deneb necesitaba eso. Necesitaba sentirse parte de algo. Extrañaba la calidez, la risa, el sentirse rodeado de personas que lo aceptaban por quien era, sin miedo ni juicios.
—Bueno, mamá —interrumpió Izar al terminar el postre—. Tu comida fue excelente, como siempre, pero tengo que hablar con mi hermano no-hermano.
Se levantó y empujó a Deneb fuera de la silla.
Deneb le lanzó una sonrisa de disculpa a la señora Viriel y antes de salir tomó otro pan.
—¡Estaba comiendo! —protestó indignado mientras era arrastrado por su amigo.
Izar, aprovechando la diferencia de estatura, saltó a su espalda.
—Al arroyo. Cárgame, súbdito.
Deneb, mientras renegaba de lo cruel que era su “familia adoptiva”, obedeció con una sonrisa mal disimulada.
Durante el recorrido, varios aldeanos saludaron a Deneb, quien, en más de una ocasión, casi tiraba a Izar por saludar con la mano.
Zaihn caminaba detrás de ellos con aire altivo, el rostro en alto, recibiendo halagos por su “belleza felina”. Deneb solo pudo rodar los ojos ante lo engreído que era su gato.
Al llegar al arroyo, Deneb dejó caer a Izar, quien se tiró al pasto y se quedó mirando el cielo.
—Debes poner límites, Den —dijo Izar con calma—. Eres su amigo, no su sirviente.
Deneb se sentó a su lado y miró el agua correr. Sabía a quién se refería. Hace poco le había contado a Izar sobre algunas de las exigencias de Alioth para que pudieran seguir siendo amigos. Algunas las aceptó, otras no... como aquella de dejar de juntarse con Aliah, o la absurda de vestir ropa de colores. Por suerte, el uniforme negro de los fuego le servía de excusa.
—No lo hace con mala intención —dijo Deneb, aunque su voz sonó más insegura de lo que esperaba—. Él solo quiere lo mejor para mí. Es mi mejor amigo.
Izar bufó.
—Sí, claro. Tan mejor amigo que el año pasado te dejó plantado, haciéndote esperarlo por horas. Y ni siquiera se molestó en verte después de lo que te hicieron. Nunca preguntó cómo estabas. Nunca fue a buscarte. Gran amigo, ¿eh?
Deneb no respondió. Sabía que Izar tenía razón. Desde el año anterior, algo se había roto. Alioth parecía cada vez más como los demás. Más como... ellos. Y eso lo hacía sentirse cada vez más lejos.