Alioth sabía que había crecido durante sus años en el palacio. Había aprendido a hablar con firmeza, a caminar erguido, a ocultar dudas tras una sonrisa impecable. Y, sin embargo, al sentarse en la misma silla que ocupó aquel primer día, esta le pareció enorme. Demasiado grande para él. Demasiado pesada.
Alguna vez pensó que el peso de ser heredero no lo cambiaría. Que seguiría siendo el mismo chico de Agua Dulce. Que Deneb —su mejor amigo— sería la prueba de ello.
Durante mucho tiempo, creyó que la ruptura entre ellos no era tan profunda, que el cariño persistía, y con algo de esfuerzo podrían volver a ser los mismos. Pero ver a Deneb perder el control, ver cómo el fuego lo obedecía con violencia y dolor... fue como despertar.
¿Cuánto se había perdido de él?
¿Todavía lo conocía?
Sabía cuánto significaba el profesor Solterra para Deneb. Estaba consciente de su vínculo. Pero aquel estallido no podía explicarse solo con dolor. Había algo más, una furia acumulada, una soledad largamente ignorada. Los estudiantes ahora lo miraban como si fuera un monstruo... pero Alioth sabía que no lo era.
O al menos, quería creerlo.
—Alteza —dijo el mayordomo, interrumpiendo su pensamiento—, el rey lo espera.
Alioth le respondió con una sonrisa automática. El hombre desvió la mirada, con ese gesto de disgusto que algunos aún no sabían ocultar. Caminó por los mismos pasillos helados de mármol y silencio. Pasillos que conocía de memoria, pero que esta vez parecían más ajenos que nunca.
Los sirvientes y guardias se inclinaban a su paso. Alioth deseaba poder quitarse el nudo de la garganta con un gesto, una mano en el cabello... pero se contuvo. Estaba a punto de entrar en una sala llena de gobernantes. Debía lucir impecable.
Cuando los guardias abrieron las puertas, todos se levantaron al unísono.
—Príncipe Alioth —saludaron.
Alioth colocó una mano en el pecho e hizo una reverencia ante el rey. El salón de reuniones lucía igual que en su ceremonia de nombramiento: sillas a los lados, el rey y la reina en el pedestal. Solo que ahora, faltaban rostros importantes. La princesa mayor no estaba, ni la menor... y, por supuesto, tampoco el gobernador del Fuego. Ni Deneb.
Ninguno de los tres fuegos estaba presente. Y todos sabían por qué.
—Mi querido muchacho —dijo el rey con voz amable, dibujando una sonrisa tranquila—. Sé que el pequeño sucesor de Valkareth era tu amigo. ¿No es así?
Alioth frunció levemente el ceño, pero se apresuró a relajarlo.
—Sí, majestad. Deneb Valkareth es mi amigo —respondió con tono respetuoso.
El rey asintió, y los susurros no tardaron en propagarse por la sala.
Alioth recordaba perfectamente la conversación que tuvo con el rey hacía tres años, cuando se enteró de su cercanía con Deneb. Le habían prohibido verlo… al menos públicamente. Pero él se negó. No quería que Deneb fuera su secreto, ni una vergüenza que esconder.
El rey no aprobó su decisión, y sus visitas familiares se redujeron a una cada dos meses. Aun así, cuando se lo contó a sus padres, ellos le dijeron que estaban orgullosos. Fue la última vez que los vio sonreír de ese modo.
—Como sabes, estamos aquí para deliberar el futuro de Aliah de Lysander y Deneb Valkareth —continuó el rey con voz serena, aunque Alioth notó el desprecio sutil al mencionar a Aliah—. Se ha decidido enviarlos al exilio por algunos años.
La respiración de Alioth se cortó por un instante.
—Sin embargo —añadió el rey—, si uno de ellos confiesa ser culpable, se reducirá la pena.
Alioth mantuvo la sonrisa en su rostro, pero apretó los puños a su espalda.
—¿Castigo menor? —preguntó, tratando de sonar neutro.
—Serían expulsados de la academia. Cumplirían con algunas tareas comunitarias. Nada más —explicó el rey con su tono amable, como si ofreciera una salida benévola.
Alioth asintió con lentitud. No entendía aún por qué se lo decía a él.
—El juicio es mañana. Deben confesar antes del anochecer. Yo hablaré con Aliah… pero tú —el rey lo miró fijamente—, tú debes convencer a Deneb.
Un peso se asentó en el pecho de Alioth. El rey continuó:
—Sé que esto normalmente le correspondería a Cygnus, pero es demasiado orgulloso. Deneb confiará en ti. Te escuchará.
Alioth volvió a mirar al suelo. Recordaba el fuego en los ojos de Deneb, el poder desbordado, la rabia. Recordaba el miedo. No a Deneb, sino a la idea de que el reino, su reino, lo hubiera llevado hasta ese punto.
Pero si no lo convencía, Deneb sería enviado lejos.
¿Qué debía hacer?
Quiso tener a Mara a su lado en ese momento.
—Sé que es difícil para ti —dijo el rey con fingida tristeza—, pero los fuego también son mi pueblo. No quiero que Deneb se vaya. Tampoco deseo perder a mi hija. Pero si no hay”un castigo justo, el reino entero perderá la fe en nosotros.
Alioth tragó saliva, sintiendo más que nunca el peso simbólico de la corona.
—Lo haré, majestad —respondió con una reverencia.
Deneb entendería… ¿verdad?
Aliah sentía sus manos temblar. En realidad, todo su cuerpo temblaba, pero esta vez no por el frío de su habitación.
—Mi niña, ¿qué te han hecho? —dijo una voz cálida.
Maela entró a la habitación cargando una bandeja con dos tazas de té y, sin poder evitarlo, Aliah rompió en llanto.
—¡Mamá! —sollozó.
Maela casi corrió al verla llorar. Era una sirvienta no-elemental que la había cuidado desde que tenía memoria. Delante de todos, la reina era su madre, pero en los cuartos traseros del Palacio, donde vivían los sirvientes, Maela era quien ocupaba ese lugar.
—Ya, ya —la arrulló con suaves palmadas en la cabeza, donde ella la tenía recostada sobre su hombro—. Tu hermoso rostro no fue hecho para llorar. Lamentablemente, te ves muy fea cuando lo haces.
Aliah soltó una risa acuosa, sin dejar de llorar. Su madre la sostuvo con ternura, dejándola desahogarse.