Alioth esperaba llegar al palacio y encontrar el usual silencio. Después de todo el ajetreo en el estado del aire, por primera vez, lo necesitaba.
Pero fue todo lo contrario.
Los sirvientes corrían de un lado a otro con rostros de pánico.
El mayordomo —que lo seguía odiando a pesar de llevar casi diez años en el lugar— se dirigió a Daliah con una urgencia poco usual.
—Princesa —dijo el mayordomo—, el rey ha ordenado que no entre ni se acerque a la oficina real.
Daliah parpadeó, confundida. Pero, acostumbrada a las órdenes sin sentido de su padre, asintió.
—Nos vemos, Ali —le dijo con una sonrisa, antes de marcharse.
El mayordomo se giró hacia él e inclinó la cabeza ligeramente.
—El rey quiere verlo en su oficina. Cuanto antes.
Alioth no respondió. Le devolvió la sonrisa por educación y se fue.
En su camino, vio una puerta de cristal que no había visto en años. A través de ella, distinguió un árbol del que colgaban pequeñas gotas de agua.
Sin poder reprimir su curiosidad, se acercó. Intentó abrir la puerta, pero no cedió. Volvió a intentarlo con más fuerza, sin éxito.
Miró a lo largo del pasillo. Estaba solo.
Hizo un gesto circular con la mano. Una ráfaga de agua salió disparada, impactando contra el vidrio… pero no pasó nada. Solo salpicó, y el agua le cayó en la cara y el traje.
Resopló. Giró de nuevo la mano, y una brisa suave lo secó.
Alioth no había podido encontrar ese jardín desde que Deneb se fue. Recordaba haber buscado en ese pasillo más de una vez durante los seis años de exilio… pero el jardín solo aparecía en sus sueños.
Suspiró, derrotado.
Miró un momento más el árbol y tocó su reloj.
Eso le recordó a Deneb.
En aquellos primeros meses, cada vez que no encontraba el jardín, le mandaba mensajes. Esperaba, ansiaba una respuesta.
La primera vez que no le contestó, se dijo a sí mismo que Deneb no tenía tiempo. Después de tres meses sin respuestas, la verdad fue inevitable.
La vocecita molesta que le decía que Deneb ya no era su amigo se volvió más fuerte con el tiempo. Alioth quería apartarla… pero ya no podía.
Era verdad.
Era probable que Deneb ya no lo quisiera. Pero a Alioth no le importaba. Cuando Deneb regresara, haría todo lo posible para que lo volviera a querer.
Con eso en mente, se giró hacia la oficina del rey. Pero antes de doblar el pasillo, volvió a mirar hacia la puerta.
Una sirvienta pasó justo en ese momento junto a él.
Alioth la detuvo al instante.
—Hey. Necesito que llames a un guardia. Que se quede junto a esa puerta —dijo, señalando el jardín —. Hasta que yo vuelva.
La sirvienta asintió, hizo una reverencia y se fue.
Esta vez no iba a permitir que se escondiera.
Los gritos que salían de la oficina eran tan inusuales que incluso los guardias se veían nerviosos.
Alioth esperó frente a la puerta, sin atreverse a interrumpir.
Se preguntó si habría alguna manera de insonorizar esas paredes.
—¡Está muerta! —gritó la reina con furia— ¡Supéralo, Adriel! ¡Esa mujer no va a pisar este palacio!
Alioth no pudo evitar agudizar el oído.
—¡Yo soy la máxima autoridad aquí, Ysandra! —respondió el rey con voz igual de alta—. Lyra no se parece en nada a lo que fue su madre. Ella es diferente —añadió, con vacilación.
Alioth frunció el ceño, sorprendido por la mención de la doctora Evanor.
— Desde que la vi por primera vez en esa maldita revista, debí adivinar que era una amenaza —espetó la reina, mordaz—. ¡No la quiero aquí, Adriel!
Y si pisa este palacio, olvídate de que siga fingiendo a tu lado.
Se oyeron pasos pesados. La reina salió de la oficina con el rostro contorsionado por la rabia. Aun así, al verlo, hizo una leve inclinación automática.
Alioth devolvió el gesto, en silencio.
La reina lo miró brevemente, alzó la barbilla con aún más altivez y se alejó con paso firme, escoltada por su guardia personal.
Alioth se quedó parado, observando al rey sobarse las sienes. Cuando se dio cuenta de su presencia, le sonrió de lado, recuperando su compostura habitual.
—Por favor, pasa, Alioth —dijo el rey con amabilidad—. Perdona el alboroto que escuchaste. Lo solucionaré.
Alioth asintió, sin entender del todo a qué se refería.
El rey se sentó tras su escritorio.
Detrás de él colgaba un retrato suyo, más joven, tomado el día de su coronación.
Alioth no pudo evitar compararlo: el hombre del cuadro tenía brillo en los ojos, la piel tersa, la sonrisa franca.
El rey frente a él estaba arrugado, con la mirada cansada y una sonrisa que parecía forzada.
Se preguntó si ese sería también su destino.
—Te pedí que vinieras para avisarte que es mejor que vayas solo a Atzopan —dijo el rey—. Tengo asuntos que atender aquí antes de ir al estado de fuego, y es mejor que no lleves a Daliah. Sabes cómo es ella.
Una emoción desconocida recorrió el cuerpo de Alioth.
Una que no sentía desde hacía años.
Iba a regresar a su aldea. Después de diez años.
—Como ordene, majestad —respondió, intentando que su emoción no se notara.
El rey abrió un cajón y sacó una caja roja de terciopelo, con el escudo del reino bordado en el centro.
—Dáselo a tus padres —dijo, tendiéndole la caja.
Alioth la tomó con reverencia.
—Dentro hay un jade verde. Se entrega a los padres de los futuros reyes. Es una tradición antigua —explicó el rey—. Creemos que la familia es quien nos respalda. Por eso el jade se les da a ellos, para que lo custodien.
Alioth sabía que en algún momento recibiría el tesoro de la realeza.
Nadie conocía con certeza qué objeto era ni quién lo protegía.
Pero había oído que contenía una magia elemental antigua, un don de los dioses.
Un regalo para proteger al reino.
No se atrevió a abrir la caja.
Tenía miedo de que, al hacerlo, algo cambiara.