Herederos de la tormenta

Capítulo 11: Mis lágrimas rebotan

Para Alioth, el día de su coronación no era una celebración, sino una sentencia. Lo había esperado con ilusión durante años… hasta que conoció realmente a su pueblo. Ser rey no significaba recibir respeto; significaba cargar con la desconfianza de miles.

Ese día, por primera vez en mucho tiempo, permitió que un grupo de sirvientes lo atendiera. El atuendo era demasiado complejo como para vestirlo solo.

Llevaba una túnica azul profundo, y sobre ella, una capa casi blanca con listones cruzados. Sus zapatos brillaban en blanco y sus hombros estaban decorados con insignias cuyo significado desconocía —pero que intuía eran reconocimientos entregados a los guardias por actos de nobleza.

Permaneció inmóvil mientras lo vestían. Hasta le pusieron un chaleco cuya utilidad seguía sin entender. Finalmente, le ajustaron el cabello, y colocaron sobre su cabeza la corona de príncipe. Cuando terminaron, sentía que su propio cuerpo pesaba el doble.

Una sirvienta se le acercó y le tendió la espada que Cygnus le había dado. Él la tomó con cautela. Como en días anteriores, el fuego no se activó. Seguía siendo solo una hoja metálica sin respuesta.

Luego, alcanzó el reloj que Deneb le había regalado.

—No puede llevar objetos distintos a los asignados —dijo una sirvienta, intentando detenerlo.

Alioth frunció el ceño y apartó su brazo.

—¿Qué estás haciendo?

—Mis disculpas, alteza —se inclinó la joven—. Son órdenes del protocolo.

Sin decir más, Alioth se puso el reloj de todos modos y lo escondió bajo la manga.

—¿Han terminado?

La sirvienta asintió. Con un simple ademán, Alioth los despidió y se quedó solo.

La corona pesaba. El traje pesaba. Todo pesaba.

Salió sin esperar a que lo llamaran y se encontró con el mayordomo.

—Alteza —saludó este con una reverencia breve.

Alioth no se detuvo. Caminó hasta donde recordaba haber visto la antigua puerta del jardín… pero no estaba. Solo una pared blanca.

Permaneció un momento en silencio. Pensando. Había perdido amistades como Ronan e Ysolde, y aunque había ganado la lealtad de otros, sabía que políticamente estaba más solo que nunca.

Aún no se sentía preparado para ser rey. Pero ahí estaba. Con una corona sobre la cabeza.

—Alteza —dijo un guardia detrás de él—. Lo esperan.

Asintió sin mirar atrás y se dirigió al gran salón.

El rey lo esperaba allí, solemne. Lo observó con una expresión indescifrable.

—Antes de irnos —dijo el rey—, queda una última tradición.

El suelo bajo ellos vibró con un murmullo sordo. Una sección de azulejos blancos y azules se deslizó hacia los lados, revelando un descenso de piedra que conducía a una sala circular. Doce columnas rodeaban el espacio, cada una tallada en un color distinto, representando los elementos y sus linajes.

Sobre las columnas, reposaban artefactos antiguos, cada uno con una presencia que parecía llenar el aire de historia y poder.

En la columna blanca, correspondiente al aire, descansaba un látigo largo de cuero azul que parecía vibrar con la más mínima corriente. A su lado, una capa blanca como niebla, tan ligera que se balanceaba, aunque no soplara viento.

En las columnas de tono café, asociadas a la tierra, se alzaban un bastón elegante, oscuro, con ranuras profundas e inscripciones que Alioth no pudo descifrar. Parecía tallado en piedra viva. El objeto junto a él era menos imponente, pero igual de antiguo: una pequeña esfera de piedra con marcas similares a raíces secas.

Las columnas negras, del estado del fuego, mostraban una presencia sobria: un anillo de metal oscuro con líneas entrelazadas, que brillaban como si el fuego aún latiera dentro. La columna junto a ella, sin embargo, estaba vacía, su superficie cubierta de polvo limpio, como si alguien hubiese quitado algo.

En las columnas azules, del estado del agua, relucía una corona delgada, casi como una diadema, decorada con pequeños cristales transparentes que reflejaban la luz en ondas suaves. La segunda columna, como una sombra a su lado, también estaba vacía.

—Estos son artefactos que nos dejaron nuestros ancestros —dijo el rey con voz solemne, caminando con lentitud por el círculo—. Cada vez que un rey perece, su artefacto se guarda solo, esperando al próximo que merezca usarlo.

Alioth lo miró sin saber qué hacer con la información. Sentía que sus manos estaban más frías que el mármol bajo sus pies.

—El día de mi coronación —continuó el rey—, me permitieron elegir uno.

Se arremangó con calma, dejando al descubierto un brazalete ajustado a su muñeca. Era plateado, con líneas doradas que parecían correr bajo la superficie, como venas vivas.

—Este brazalete me ha acompañado desde entonces. No puedo decirte todo lo que hace… pero puedo asegurarte que cada uno de estos artefactos contiene un poder único. Uno que solo responde a quien ha sido coronado.

Alioth desvió la mirada hacia la columna negra vacía. Había algo inquietante en ese espacio, como si el aire a su alrededor fuera más denso.

—¿Qué había ahí? —preguntó, señalando la base vacía.

El rey se detuvo. Contuvo el aliento un segundo más de lo normal. Su expresión, impenetrable hasta ese momento, se ensombreció.

—Nadie lo sabe con certeza. Era un artefacto del fuego.

—Se cree que fue escondido por el último rey fuego, usando rituales prohibidos. Desde entonces… no ha vuelto a su lugar.

Alioth bajó la vista a la espada que llevaba, acariciando el mango con una mezcla de incomodidad y necesidad. Tragó saliva. Y volvió a mirar el hueco.

—Es tu turno, Alioth —dijo el rey con voz serena, haciendo un gesto hacia el círculo.

Asintió con rigidez y comenzó a caminar alrededor de las columnas. Observó cada artefacto, uno por uno, esperando que alguno vibrara, brillara… algo. Pero no ocurrió nada.

¿Cómo se suponía que debía elegir?

Tragó saliva, incómodo. Su mirada regresó más de una vez al anillo, pero se negó a ese impulso. Desvió los ojos con fuerza y se acercó a la esfera de tierra. La levantó entre las manos. Fría. Silenciosa.




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