La nieve dejaba de caer poco a poco, y daba su último suspiro antes del alba, cuando la claridad se revelaba en contra los nubarrones grises y densos que cubrían la penosa ciudad. La nieve se cernía sobre las techumbres de paja y greda, y de tejas para los más acomodados y no traía consigo más que la monotonía de un paisaje simple, adornado de casas tanto dentro como fuera de los altos muros. No distinguía entre ricos y pobres, solo caía como un caudal cada noche, implacable, pero no invencible ante las llamas que buscaban ahuyentarla, corriendo espavorida del azul de las farolas que recorrían la ciudad, llamas que no cedían ante el frio, llamas bendecidas, y en vindicta, la nieve atestaba los rincones, callejones y angostos pasillos donde aquel calor azulado no tocaba.
Los muros grises que separaban a los nobles de los pueblerinos se levantaban prominentes. Al interior de estos las casas de dos plantas, de hermosa piedra gris, revestimientos de madera gruesa y techumbres bien empinadas para que la nieve resbalara con facilidad, se distinguían de sobremanera de las pequeñas casas al exterior del muro de piedra. Eran pequeñas, endebles y poco cálidas, poco acogedoras, poco familiares. Eran, aun así, cientos más que en el interior, y rodeaban casi por completo la periferia externa del enorme muro que circundaba y protegía a los nobles. Desde el gran portón sur de los muros nacía la calzada principal, que atravesaba toda Ciudad Real, siendo interrumpida solamente por la explanada, lugar de decenas de puestos de venta, levantados con mástiles y protegidos con grandes telones de cueros curtidos y lustrosos. Se asentaban desde que la nieve dejaba de caer, durante un par de horas hasta el atardecer, para ofrecer mieles, pieles, telas, ropas, frutos secos y fardos de todos tamaños. En el centro de la esplanada se encontraban edificaciones pobres y demacradas por la inclemencia del tiempo, bares poco recurrentes, pequeñas tiendas de especias, sales, artilugios y elementos de escritura, pergaminos, plumas y tintas. La nieve no era removida, no había tiempo que perder, simplemente se hacía un camino al andar de los pueblerinos. En cambio, dentro de los muros era cómodo. Los sirvientes del palacio, hombres y mujeres analfabetos, cuyo lugar en la sociedad era inamovible, se encargaban de la limpieza de las calles, de los establos de los señores y señoras de renombre, de la limpieza de las techumbres, de la mantención de las cloacas y del cuidado del gran muro circundante. Definitivamente eran dos mundos separados, que solo eran unidos por dos cosas: el fuego azul, de llamas incandescentes de fuego sagrado, mucho más cálido, mucho más fuerte y sacro. Y la segunda, el enorme palacio, poco agraciado, donde la arquitectura no sobresalía ni era elegante. Sus cuatro torres cardinales no eran más grandes que diez hombres montados unos encima del otro, cuya piedra gris, de la cual estaba hecho, no era brillante, sino era opaca, haciendo juego con la sobriedad de su apariencia con pocas, pequeñas y angostas ventanas. Al menos eso podía ver Niver en aquella enorme pintura a medio pasillo.
Reanudó su caminar. Siempre inexpresivo, siempre contenido. Sus ojos oscuros y rasgados se despegaron del cautivante pero tan familiar paisaje, y siguió su camino por los sombríos y azulados pasillos, cubierto con su capa de zorro gris, sus botas altas y su cabello negro sujeto en una pequeña coleta que rozaba su nuca.
Al llegar al exterior del palacio, el aire helado le enfrió el rostro. Con sus manos se acomodó su capa y caminó el sendero cotidiano de cada mañana a través del jardín nevado. En los costados del sendero empedrado recién limpiado por los sirvientes del palacio, arbustos pequeños se cubrían de escarcha, hiedra rastrera se aferraba a seguir avanzando por el suelo, flores purpuras y azules se oponían a morir por el frio, y los pocos árboles, como toda la vegetación de Nivia, se habían adaptado de tal forma a las bajas temperaturas, que ya eran imperturbables. En su ausencia de conciencia mientras miraba los jardines, sintió un pequeño roce en su hombro que lo hizo detenerse.
—Príncipe Niver… cuanto lo lamento, no vi por donde caminaba. —Solo se le podía ver el rostro pálido a la chica, ya que todo su cuerpo estaba tapado de una toga azul claro, ceñida a su cintura por una cuerda gruesa de cuero blanco. En sus manos iba atareada con escritos, plumas nuevas y frascos de tintas. Debía ser la elegida de ese periodo, pues las Sacerdotisas no dejaban la capilla excepto en pocas ocasiones, y para los recados solo una de ellas salía, a la que denominaban Emisaria.
—No hay cuidado. —Su voz áspera, como también esa sombra que bordeaba su quijada y su mentón de la barba asomándose de forma prematura, lo habían despojado de cualquier apariencia infantil—. ¿Has visto a Abadesa? —preguntó el príncipe.
—Si, se encuentra en la capilla, si gusta puedo guiarlo.
—La capilla está dentro del palacio, se cómo llegar.
—Príncipe, mi intención… —intentó disculparse la muchacha titubeando, pero las palabras se murieron en sus labios, no por no saber que decir a continuación, sino porque no estaba segura si lo que diría sería lo correcto. Todos solían disculparse con Niver. Siempre. Aun cuando hacían bien sus trabajos, aun cuando no tenían por qué hacerlo. Era el impacto que provocaba ser el hijo del Rey de Hielo, el hombre más frio de Ventra, eso decían todos, y eso había comprobado Niver.
—Buenos días, Sacerdotisa —se despidió rápidamente el príncipe, no toleraba la incomodidad de la chica, así que pasó por su lado y siguió su camino en dirección a aquella cúpula blanca que se veía inmersa al final del jardín.
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Editado: 05.10.2021