Heridas Ocultas

Capítulo 10

Por la noche, luego de terminar la conversación con Ernest, quien fue a regañar a un par de idiotas que comenzaban a insultarse en el gimnasio, me fui al departamento. Apagué el motor del auto y suspiré, pensando en mi padre. Quería encontrarlo como de lugar, y no sería para darle un abrazo, sino todo lo contrario. Lo detestaba con todo mi ser. Odiaba compartir su sangre y me repudiaba cada cosa que se refería a él. Apreté las manos alrededor del volante. Lo iba a encontrar, y cuando lo hiciera, lo haría pagar con creces cada maldita herida que causó tanto a mi madre como a mí, a mi familia.

Tomé la mochila del asiento pasajero y salí del auto. Caminé hacia al departamento y luego escuché el motor inconfundible del Camaro que pertenecía a Derek. Miré sobre mi hombro y lo vi estacionándose detrás de mi auto. La puerta de copiloto se abrió y Jay salió, con una sonrisa.

―¿Qué hacen aquí? ―cuestioné, volviéndome hacia a ellos.

―Más bien, ¿qué haces tú aquí? Ernest dijo que te fuiste del gimnasio antes de que comenzaran las apuestas ―dijo Derek, cerrando la puerta detrás de él.

―Estoy algo cansado, eso es todo ―alcé un hombro. Saber que mi padre estaba en alguna parte, viviendo con tranquilidad, me hacía sentir impotente.

―Pues, te acompañaremos en tu cansancio ―comentó Jay, mientras entraba al departamento como si fuera de su propiedad.

―Y beberemos varias de éstas ―añadió Derek, mostrando un six pack de cervezas―. Tengo más en el auto.

Entramos a la pequeña estancia del departamento, en donde Jay estaba sentado en el viejo sofá, con las piernas abiertas y con el teléfono en su regazo. Derek puso el six de bebidas en la mesita de centro y sacó una cajetilla de los bolsillos. Dejé la mochila al suelo, saqué unas cuantas botanas de la cocina y volví a la sala. Derek destapó una de las cervezas y le dio un trago para después darle una calada a su cigarrilo. 

―Maldita sea, Jay. Deja de estar mensajeando, el sonido de la notificación me está alterando los nervios ―dijo, dejando la cerveza en la mesita. Jay lo ignoró y continuó tecleando.

―No te pongas celoso, Derek ―dije, sentándome en sofá con una cerveza en mano. Gruñó y rodó los ojos.

Los próximos segundos, lo único que escuchaba era el sonido del teléfono de Jay. Comenzaba a molestarme. Sonaba a cada momento después de que él contestaba. 

―Juro que aventaré esto en su cara sino asilencia esa cosa ―espetó Derek, señalando a Jay con el cigarrillo encendido.

Cuando el maldito aparato volvió a sonar, se lo arrebaté y lo arrojé por encima de mi hombro.

―¿Qué te pasa, idiota? Estaba en medio de una conversación ―protesto Jay, frunciendo el ceño. Me incliné hacia adelante, recargando los codos en las piernas y le di un profundo trago a la cerveza.

―¿Por qué rentaste éste departamento, Dominic? Es más pequeño que el almacen del gimnasio ―habló Derek, ignorando las quejas de Jay, quien se levantó a recoger su teléfono.

―Fue lo más económico que pude encontrar ―dije, mirando alrededor. Estaba un poco reducido y deteriorado, pero tenía que acostumbrarme a ello. Por lo menos tenía un lugar en dónde vivir―. Además, el vecindario es tranquilo.

―¿No hay pandillas aquí? ―se unió Jay, recomponiéndose del enojo.

―No, eso es algo bueno, supongo ―me encogí de hombros. El antiguo vecindario era un total desastre, o al menos lo era cuando vivía allí. Había sectas en cada esquina, dispuestos a buscar problemas. Yo pertenecía a una, al igual que Derek y Jay. Éramos apróximadamente veinte personas en nuestro grupo. No me gustaba tomar el rol de líder, pero se podría decir que fui elegido por ellos en ese entonces. 

Buscábamos conflictos con los demás, creyéndonos los reyes de las calles. La primer pelea a mano limpia, fue cuando tenía quince años. Recuerdo que Derek había ido por mi, después de una confrontación que tuvieron mis padres. Estaba sumamente molesto, mi madre seguía doblegándose hacia mi padre, sin replicar. Tenía la ira en mi cuerpo y temblaba por no ser lo suficiente fuerte para defenderla. Derek tenía diecisiete y siempre lo consideré como el hermano mayor que nunca tuve. 

A Jay lo había conocido un año después e inmediatamente ingresó a nuestra pandilla cuando lo pidió. Peleábamos cada noche, nos poníamos de acuerdo un día antes y planeábamos los encuentros con nuestros contrincantes en algún lugar determinado. Los vecinos se quejaban, poniendo denuncias por la violencia que generábamos a diario. Con el tiempo, las sectas fueron desapareciendo hasta que nuestra pandilla era la única que quedaba. Fue entonces que supimos del gimnasio de Ernest. 

Sacamos provecho de las luchas que organizaban y nos beneficiábamos ganando dinero como ahora. Llevaba la ganancia a casa, pero mi padre se lo arrebataba a mi madre, gastándoselo en su vicio. A los diecinueve, todo se fue desmoronando. La policía se dio cuenta de las peleas clandestinas en el gimansio y cerraron el lugar. Luego sucedió la muerte de mi madre, que fue una puñalada en el pecho. 

Cuando mi padre huyó, traté de perseguirlo. Olvidé la pandilla y me fui de Crawford. Permanecí en casa de un tío de mi madre, quien también me ayudó en la búsqueda de ese maldito, pero fue en vano. No encontramos nada. Era como si hubiera desaparecido del mapa así de repente. Ahora, dos años después, la única alternativa que tenía, era esperar a que volviera al lugar de donde se había fugado. Fue por eso que regresé a la ciudad. Y todavía seguía con la mentalidad de encararlo cara a cara.

(...)

Durante la noche, pasamos conversando y bebiendo pacíficamente, ésta vez Jay nos estaba poniendo atención. Nos dijo que la persona con la que estaba platicando por teléfono era Sophie, una de las amigas de Megan. Derek reconoció el nombre, porque rápidamente mencionó a Cecy, quien por cierto, lo tenía jodido. 



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En el texto hay: romance, accion, amor

Editado: 03.11.2020

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